martes, 13 de diciembre de 2011

Ochenta y ocho


"La soledad es el imperio de la conciencia".
(Gustavo Adolfo Bécquer)

foto: Leoncio el León (Rumanía)

Ecuador






Nuestro periplo en Ecuador comienza en el casco antiguo de Quito, declarado Patrimonio Mundial por la UNESCO. Los primeros pasos por esta histórica zona sirven para adentrarnos en un mundo que se nos antoja de lo más exótico. Bien es verdad que el constante bullicio puede ser un inconveniente -miríadas de personas, el humo de los autobuses, ruido y más ruido...-, pero también es cierto que el ambiente indígena, el aroma que fluye de los puestos callejeros y los inimaginables artículos que se pueden comprar -por ejemplo ataúdes expuestos en plena calle- nos seduce desde el primer día.
Más tarde toca conocer el resto de la capital; la zona moderna, no tan interesante pero siempre animada, y un cerro próximo de más de 3.700 metros de altitud, desde cuya cima tenemos la ciudad a nuestros pies y, cerrando el horizonte, los espectaculares nevados a los que nos vamos a enfrentar en días posteriores.
Y así es, hemos venido a Ecuador por motivos alpinísticos, con el primordial propósito de alcanzar sus más altas cumbres, cuantas más mejor, y darnos un garbeo a 6.000 metros de altura. Claro que para ello -y por suerte- tenemos que adentrarnos en la selva unas veces, y otras atravesar desolados altiplanos o recorrer extraños paisajes volcánicos.
Vamos de un lado a otro del país a bordo de arcaicos y abarrotados autobuses, siempre en contacto con la humilde población local. Dormimos en sencillos hostales escandalosamente baratos para nuestras economías, y eso que nunca vamos sobrados de dinero. Visitamos coloridos mercados, ciudades (Latacunga, Baños, Ambato, Riobamba...) y algunas remotas aldeas donde se hace patente la miseria que padece el pueblo indígena.
Pero es en la montaña donde pasamos la mayor parte del tiempo, acostumbrándonos a la falta de oxigeno debido a las considerables alturas por las que nos movemos. son jornadas que comienzan bastante antes de que rompa el alba; siempre adormilados avanzamos bajo la luz de nuestras linternas frontales, soportando temperaturas extremadamente gélidas, cuando no aguantando los rigores de un viento terrible por encima de los cinco mil metros de altura.
Sí, son días duros y agotadores, pero son de esos que dejan huella, de los que te hacen tomar conciencia de que estás en el lugar exacto y en el momento oportuno que tú has elegido. Vives la vida al máximo, simplemente porque el alpinismo es vida.

miércoles, 2 de noviembre de 2011

Ochenta y siete


"La conciencia vale por mil testigos."
(Quintiliano)

foto: anochece en la Cerdanya

Azores












Pese a que Sao Miguel es la más turística de las islas que comprenden el archipiélago de las Azores, aún es posible saborear un destino poco tocado por las masas, especialmente si viajamos en temporada baja. Aquí no hay playas paradisíacas ni grandes infraestructuras hoteleras. Nada de eso. La naturaleza volcánica es la principal protagonista, al igual que el encrespado mar, que acosa con ímpetu a pequeños pueblos marineros diseminados aquí y allá.
Con 30.000 habitantes, Ponta Delgada es la principal ciudad de las Azores, pero aún así y todo se presenta como una urbe sosegada y poco ruidosa, a excepción de algunos turistas del norte de Europa que vienen hasta aquí para emborracharse a buen precio. Posee un agradable paseo marítimo, cuidadas iglesias, jardines botánicos y calles adoquinadas donde se mezcla el basalto y la caliza. Se trata de un excelente campo base para descubrir la isla.
Desde luego el número uno de las excursiones se halla en Sete Cidades, en el impresionante cráter que sirve de reclamo principal de las islas. Las lagunas Verde y Azul se asientan en el fondo de esta depresión volcánica, partiendo desde aquí numerosas rutas hacia lo alto de las montañas e incluso hacia la costa a través de un túnel para caminantes de 1.200 metros de longitud. Bosques de laurisilva, helechos y hortensias son una constante en todos los senderos.
Otro itinerario a pie de interés es el que va de Ginetés a Mosteiros, en la costa noroccidental, muy recomendable para los entusiastas de los litorales rotos por los temporales: acantilados, islotes y miradores donde el viento sopla con fuerza nos iremos encontrando en el largo recorrido, para finalizar en las playas de guijarros de Mosteiros. Para concluir, nada mejor que zamparse un pulpo en alguno de los restaurantes caseros de la citada población.

viernes, 14 de octubre de 2011

Ochenta y seis


"Estos son mis principios. Si a usted no le gustan, tengo otros."
(Groucho Marx)

foto: Torre Agbar (Barcelona)

Azores (II)









La mayor isla de las Azores sorprende por la cantidad de excursiones que pueden realizarse, muchas de ellas por senderos más o menos señalizados, pero siempre a través de paisajes bucólicos y tal vez extraños.
Tal es el caso del lago Furnas, rodeado de espesos bosques y de fumarolas sulfurosas, así como de las montañas más inmediatas desde donde se obtienen inmejorables vistas de un decorado escandalosamente verde y fértil. En la misma localidad de Furnas nos aguardan más fumarolas y el magnífico parque botánico Terra Nostra, una encantadora villa termal -donde es posible bañarse en sus aguas ferruginosas- que acoge toda una inusitada muestra vegetal: rododendros de Malasia, helechos, camelias, palmeras, secuoyas, araucarias, árboles australianos y una colección de románticos estanques.
El litoral norte es abrupto y sobrecogedor, como la costa que va desde Ribeira Grande (5.300 habitantes) hasta el extremo más oriental de la isla, destacando Porto Formoso, uno de los pueblos marineros más fotogénicos. No obstante, en el lado contarario de Sao Miguel, hacia poniente, se encuentra Capelas (3.800 habitantes), otro rincón digno de visitarse por sus antiguos puestos de avistaje de ballenas y su diminuto embarcadero, a los pies de unos oscuros acantilados batidos por un mar generalmente picado.
Como ya he dicho, no faltan los senderos donde perderse para recorrer una isla en buena parte anclada en el pasado: las viudas más ancianas visten con negro riguroso de pies a cabeza, y la leche sigue transportándose en cántaros de aluminio a lomos de mula o sobre viejos carruajes. La caza de ballenas a pasado a la historia -al menos la que se hacía con arpón sobre botes de madera-, y probablemente las nuevas generaciones tendrán que volver a emigrar a América debido a la crisis económica, como antaño hicieron sus abuelos.
Pero el mar, inconmensurable y poderoso, continuará eternamente hostigando unas islas extraviadas entre dos continentes. El archipiélago más septentrional de Macaronesia no dejará fácilmente de ser el secreto mejor guardado de Europa.

viernes, 16 de septiembre de 2011

Ochenta y cinco


"Se puede confiar en las malas personas, no cambian jamás."
(William Faulkner)

foto: Circo de Perafita (Andorra)

Normandia (primer viaje)








En este primer viaje a Normandía -como igualmente hicimos en el segundo-, hemos venido expresamente a buscar vestigios de la Segunda Guerra Mundial. Y son muchos los que se encuentran a lo largo y ancho de este territorio de raíces vikingas. No faltan los cementerios militares sembrados de cruces blancas, donde uno puede saber la edad, rango y día que cayó en combate el desafortunado soldado que yace bajo nuestros pies. El número de museos sobre la Gran Contienda es tal que llega a abrumar. Búnkers, defensas costeras, tanques y cañones donde menos te lo esperas es algo común, tan común que acabas acostumbrándote a las huellas que dejó la más brutal de las guerras. Bayeux, Pointe du Hoc, Omaha Beach, Arromanches, Caen... son lugares de visita obligada si se tiene un mínimo de interés por esta temática.
De todas maneras la región da para mucho más: desde el célebre Mont St-Michel, pasando por los tapices de Bayeux a un accidentado litoral de acantilados y enigmáticos faros. Normandía es también tierra de leyendas medievales y bosques misteriosos. Brumas fantasmagóricas, temporales marinos y lluvias persistentes dan un toque de severidad a un territorio castigado no sólo por las inclemencias meteorológicas, sino por los avatares de la historia; no hay que olvidar que aquí desembarcaron los vikingos (normandos), y que tuvo lugar la Guerra de los Cien Años y la mayor invasión militar: los desembarcos del Día D de 1944.

miércoles, 17 de agosto de 2011

Ochenta y cuatro


"Un hombre sin pasiones está tan cerca de la estupidez que sólo le falta abrir la boca para caer en ella."
(Séneca)

foto: Barcelona tropical

Parque Nacional de los Écrins











La falta de tiempo libre impone, en contra de lo deseado, un viaje relámpago de tan sólo cuatro días. Pero menos da una piedra, y por marchar una vez más a los Alpes todo queda justificado. Ocasiones como ésta no se pueden dejar escapar.
Por compañero de cordada tengo, como en tantas otras aventuras desde hace veinte años, a Marc Canela, uno de esos pocos colegas con los que te irías al infierno para salir luego indemne, con la certidumbre que otorga el saber que al otro extremo de la cuerda tienes alguien en quien confiar ciegamente. Y no sólo eso, Marc es por encima de todo una excelente persona, un amigo hermanado por tantas batallas libradas tanto en la montaña como en la vida.
Así que menudo lujo de viaje, con los Alpes franceses como escenario y brillando con luz propia la vertiginosa cara norte de La Meije, apuntando soberbiamente a un cielo inmaculado y rodeada de agrietados glaciares. Regresar nuevamente al Parque Nacional de los Écrins produce una felicidad desbordante, casi infantil.
Y lo mismo puedo decir de atravesar el glaciar de la Girose bajo la presencia del Pic du Râteau, las puntas de Madeleine y Thorant y los seracs elevándose por encima de nuestras cabezas. Pero el disfrute total viene cuando superamos la rimaya y nos metemos de lleno en la cara norte del Pic de la Grave (3.667 mts.) , comprovando que el hielo está en inmejorables condiciones -al menos en esta sección- y los piolets parecen formar parte de nuestra anatomía, pues en ellos y en los crampones se encuentra el punto de unión con la pared.
Ya no opinamos lo mismo en el siguiente tramo de acusada inclinación, donde el hielo ha perdido consistencia y se resquebraja con suma facilidad, por lo que colocamos un tornillo tubular como medida de seguridad. Una estrecha arista, primero de nieve y luego de roca, nos conduce al punto culminante de la montaña. Ni qué decir tiene que nos aguarda un panorama excepcional: la Barre des Écrins (4.102 mts.), Les Bans (3.669 mts.), el Ailefroide (3.945 mts.), y hacia el norte los glaciares de la Vanoise y el macizo del Mont Blanc. El regreso se solventa con un largo rápel que nos evita la parte donde el hielo está fracturado, aunque luego tendremos que extremar las precauciones para llegar de una pieza a la base de la pared.
Las previsiones meteorológicas locales han fallado por completo. Se anunciaba una jornada donde luciría el sol y se irían alternando nubes y claros hasta la llegada de fuertes tormentes de cara a la tarde-noche. A las siete de la mañana ya somos testigos de un cielo plomizo y amenazante. Pese a todo nos ponemos en camino de la Aiguille du Góleon (3.427 mts.) A medida que ganamos altura vemos cortinas de lluvia en el oscuro horizonte. Tarde o temprano nos alcanzarán. Y así es. Justo cuando llegamos al lago du Góleon y al acogedor refugio homónimo se desencadenan unos fastidiosos chubascos. Y lo peor del temporal aún está por venir. No queda otro remedio que batirse en retirada.
Tal vez ha sido providencial este día de mal tiempo, puesto que ahora ya tenemos la excusa perfecta para regresar nuevamente a esta parte en concreto del espectacular Parque Nacional de los Écrins.

viernes, 8 de julio de 2011

Ochenta y tres


"No entiendo de economía, pero sé que cuando los neoyorquinos alimentan a las palomas de Central Park, las cosas van bien; cuando las palomas de Central Park alimentan a los neoyorquinos, como ahora, las cosas van mal."
(Groucho Marx)

foto: Oporto

Norte de Mallorca









Al poco de abandonar Palma ya nos sumergimos en un paisaje tapizado de verde y colmado de cítricos; en breve lapsus de tiempo pasamos de la jungla de asfalto al sosiego rural. El lento traqueteo de los vagones de madera seduce por lo insólito del viaje, no en vano disfrutamos de lo lindo a bordo de un ferrocarril que tiene sus orígenes en 1912. Inmejorable introducción a la Serra de Tramuntana.
El entorno se vuelve agreste, eminentemente montañoso pero sin abandonar el llano amable, muy verde, saturado de olivos, naranjos, limoneros y almendros. Abundan las masías y los pueblos en excelente estado de conservación: Sóller, Biniaraix, Fornalutx... Sin embargo, Puerto Sóller -adonde hemos llegado con un encantador y vetusto tranvía-, es nuestro campo base porque nos reconforta las quietas aguas de la bahía y porque el precio del alojamiento es de lo más tentador por tratarse de temporada baja.
Pese a que el mar acuna nuestros sueños y cada mañana nos despierta el suave rumor de las olas, preferimos estar la mayor parte del tiempo en lo alto de una sierra que se nos antoja tan increíblemente hermosa como injustamente desconocida por el turismo nacional. De hecho, la mayor parte de los montañeros con los que nos cruzamos son centroeuropeos, británicos, franceses y nórdicos. Y no son pocos a principios de marzo.
En las inmediaciones del embalse de Cúber se extienden unos parajes que nada tienen que ver con las clásicas imágenes que uno asocia a la playera Mallorca. Aquí reina el monte abrupto, el silencio y las nieblas, el frío viento del norte y los cañones profundos. Se trata, pues, de un terreno de juego idóneo para descubrir la esencia de una Naturaleza bien conservada, ejemplo de cómo puede convivir perfectamente el medio ambiente con el turismo sostenible.