martes, 11 de enero de 2011

Setenta y ocho


"La persona que no comete nunca una tontería nunca hará nada interesante."
(proverbio inglés)

foto: vértigo de cristal (Barcelona)

Madeira (III)







El itinerario rey de Madeira -del que tanto hemos oído hablar- no nos defrauda e incluso cumple con todas las expectativas previstas, salvo que para nuestro gusto se encuentra en exceso asegurado por cables de acero. El viento frio ya nos zarandea en el Pico do Arieiro (1.818 mts.), punto de partida de una caminata que nos conduce del centro de la isla a la costa norte de la misma. Ninún problema, pues llevamos suficiente ropa de abrigo al sospechar que nos encontraríamos con una climatología semejante, pese a que estamos a las puertas del estío. De hecho, podemos dar gracias a que las frecuentes nieblas hoy no han querido presentarse.
El paisaje por el cual avanzamos es, sencillamente, majestuoso. Un angosto sendero discurre por el perfil de la cresta, dejando a banda y banda magníficos abismos que culminan en la profundidad de los valles cubiertos por espesa vegetación. Las montañas emergen de manera prodigiosa con una fisonomía abrupta y muy vertical, dejando abajo, muy abajo, aisladas vaguadas como la del Curral das Freiras, reducto en el que las monjas se escondieron para estar a salvo de los sucesivos ataques piratas.
El sendero nos depara una flora variada y abundante, así como miradores excepcionales y una serie de túneles excavados en la roca -donde es posible acabar con los pies empapados- que sortean los picachos volcánicos del Pico do Gato y el Pico das Torres. Es una lástima, pero no nos queda más remedio que ir a ritmo acelerado si no queremos perder el último bus que parte de Santana, por lo que convenimos en que no saboreamos como se debiera esta espectacular excursión.
Así que, unos tragos de agua y un poco de chocolate y prestos para arriba, que el tiempo apremia. Alcanzamos el coqueto refugio del Pico Ruivo, donde no nos detenemos -como hace la mayoría para tomarse un merecido descanso-, y continuamos hacia lo alto, intuyendo que el punto culminante, el más alto de la isla, ya está muy próximo.
Nos separan pocos metros de la cima, tan emocionantes que no nos damos un respiro; ahora ya no se trata de tener prisa -que por supuesto la tenemos-, sino de la ansiedad por alcanzar una cumbre. El sendero es empedrado, tal vez demasiado civilizado, pero las vistas del macizo central son asombrosas, con las cimas que envuelven la Caldera Verde, en forma de gigantesco cráter, y unas nubes estacionadas en la boca de lo que un día fue un volcán.
El vértice geodésioco marca el punto más alto de Madeira, el Pico Ruivo (1.862 mts.), y el fin de la ruta reina de la isla, con tres miradores enlazados por pasarelas de madera. Sin embargo, para nosotros, es la mitad del recorrido, puesto que todavía nos aguarda un prolongado descenso de 1.500 metros de desnivel en medio de la "selva maderiense", tan densa que en muchos puntos se forman túneles vegetales en donde a duras penas traspasa la luz solar y el terreno se vuelve muy resbaladizo porque el musgo crece en abundancia.
Llega un momento en que la trocha selvática se nos hace interminable, ya por la humedad y las altas temperaturas que se concentran, ya porque no vamos sobrados de tiempo. La consulta al reloj y al altímetro es constante.
Las típicas casitas de la región, con fachadas coloreadas e inclinados tejados de paja -de cierto parecido a la clásica barraca valenciana-, nos anuncian que estamos en Santana. El regreso a Funchal no tiene desperdicio: montañas y más montañas, la costa accidentada en Faial -con el voluminoso roque de Penha de Águia-, y una vertiginosa carretera plagada de curvas y barrancos muy profundos.