lunes, 17 de noviembre de 2014

Ciento ocho

"Cuando alguien comprende que obedecer leyes injustas es contrario a su dignidad de hombre, ninguna tiranía puede dominarle".
(Mahatma Gandhi)

foto: la fuerza del roble (Alt Urgell)

Perú (II)

Desde la península de Capachica accedemos a la isla de Taquile a bordo de un rudimentario bote, una cáscara de nuez en la inmensidad del Titicaca. El cielo es añil y la superficie del lago mansa como una balsa de aceite.
En la diminuta isla nos aguarda Alipio, el cabeza de familia que nos acogerá por unos días en su rudimentaria vivienda, unas modestas cabañas de adobe de equipamiento sencillo pero del todo acogedoras. La ubicación de esas casitas no puede ser más espectacular: en lo alto de una colina rodeados por tres cuartas partes de agua, como si de una estratégica atalaya se tratase. Las altas y blancas cumbres de Bolivia nos dan la bienvenida en lontananza.
Fernanda, la mujer de Alipio nos acoge tras una tímida sonrisa, al igual que Alex, el hijo adolescente de ambos. La vida en Taquile se nos antoja tan placentera que diríase que el tiempo se ha detenido. No hay vehículos porque no existen carreteras ni pistas; las vías de comunicación se reducen a antiguos caminos empedrados que se remontan a épocas preincaicas. Unas excursiones se suceden a otras, siempre teniendo como telón de fondo el vasto Titicaca.
Convivimos con esta familia quechua que tan bien nos ha acogido, ofreciéndonos lo poco que tienen, comiendo trucha del lago y deparando largas conversaciones entre mates de coca y muña. Las noches son increíblemente estrelladas, espectáculo que se atisba desde la taza del váter a cielo abierto.
Una madrugada nos sorprende con uno de los amaneceres más majestuosos que hayamos podido contemplar. Por el oeste retumba el trueno en los cielos montados en cólera, mientras la lluvia se desparrama sobre la acerada superficie del lago. Sin embargo, hacia el este el astro rey despunta incendiando el cielo. Inolvidable.
El día de la despedida Francisca me aferra ambas manos; su enjuta figura parece más frágil que de costumbre. Con vidriosa mirada me suplica que no nos olvidemos de su familia, que volvamos pronto. Le prometo que así lo haremos.
Volveremos.
Volveremos a esa isla de corazones nobles.

viernes, 5 de septiembre de 2014

Ciento siete

"Llena cada minuto irrepetible con sesenta segundos que merezcan la pena"
(Rudyard Kipling)

foto: refugio de Juclar (Andorra)

Perú (III)

Nuevamente el Titicaca nos da la bienvenida, de momento plácido y sin oleaje hasta la llegada de los fuertes vientos cordilleranos. La navegación resulta sosegada, bajo un sol de justicia que a casi cuatro mil metros de altitud achicharra la testa en menos que canta un gallo, aunque eso no nos impide ubicarnos en la cubierta superior con el fin de admirar el hermoso paisaje que nos circunda.
Tras una concisa singladura la vieja nave de casco magullado se abre paso entre los canales que forman los islotes de totora, esos juncos que crecen en abundancia en las orillas del lago y que, una vez recolectados, se utilizan para elaborar artesanías, embarcaciones, viviendas y hasta las mismas islas que están compuestas por paja de totora cuyo suelo se vuelve flexible y extrañamente movedizo al caminar. Y por si fuera poco, la totora también se come (hecha en sopa resulta muy sabrosa).
La visita a estas islas no es sólo un destino turístico muy concurrido, sino que representa para los indios uros una forma muy digna de ganarse la vida, un medio de supervivencia tan importante como la pesca. Los uros, que antaño se refugiaron aguas adentro huyendo de las etnias colla e inca, reciben en la actualidad de buen agrado a los visitantes porque saben que su bienestar está estrechamente ligado a ellos. Viracocha, el dios padre, sabrá entender las necesidades comerciales de sus hijos predilectos.

miércoles, 18 de junio de 2014

Ciento seis

"Hay que ser muy fuerte para amar la soledad"
(Pier Paolo Pasolini)

foto: nieve (Andorra)

Perú (III)

En la península de Capachica, un brazo montañoso que penetra en el extremo noroeste del lago Titicaca y donde viven diseminadas algunas comunidades indígenas, somos recibidos con el calor propio de estas gentes cuando desembarcamos en el diminuto espigón que da paso a la rústica vivienda donde nos alojaremos los siguientes días.
Tras las presentaciones de rigor viene una suculenta comida a base de sopa de verduras y trucha recién pescada. Un humeante mate de coca pone fin a tan delicioso ágape. El comedor está hecho a semejanza de la choza individual que nos da cobijo: paredes de adobe decoradas con tapices hechos a mano -de vivos colores y dibujos nativos-, mobiliario espartano y una bombilla en lo alto que se alimenta a través de una placa solar. La familia viste a la manera tradicional y se desvive por atendernos lo mejor posible. Siempre sonríen, por cualquier circunstancia.
En la península apenas hay vehículos que transiten por las escasas vías de comunicación, unas pocas pistas de tierra y el resto caminos empedrados que se remontan a épocas preincaicas. Las mujeres  tejen mientras conducen a su rebaño de vacas, llamas u ovejas. Diríase que el tiempo se ha detenido y que, pese a los problemas cotidianos, unas especie de felicidad permanente flota en el lugar, a juzgar por las muestras de sosiego y las sonrisas perennes.
Unas ruinas incas, en forma de muro circular y que todavía se utiliza para realizar ofrendas a la Pachamama, corona lo alto de un cerro desde donde se obtienen unas vistas espectaculares de la cercana isla de Taquile y algo más lejos de la de Amantaní. Llueve en lontananza y el pesar de los cielos se refleja en la superficie acerada del inmenso lago. Regresamos sobre nuestros pasos al caer la noche, guiados por el haz de luz de nuestras linternas frontales porque el alumbrado público es inexistente incluso en las zonas habitadas. Las cuatro paredes de adobe de la cabaña nos resguardan de las bajas temperaturas y acunan plácidos sueños en la más plácida de las tierras.

viernes, 21 de marzo de 2014

Ciento cinco

"La pobreza es la peor forma de violencia".
(Mahatma Gandhi)

Foto: telaraña (Alt Urgell)

Perú (IV)

Desde la noche de los tiempos, diversas culturas del altiplano han habitado en las inmediaciones del lago Titicaca. Hoy día, el legado de estas civilizaciones (colla, tiwanaku, incas...) ha quedado como testimonio en forma de magníficos yacimientos arqueológicos por toda el área occidental del Titicaca.
   Dos de estos asentamientos  destacan por encima del resto (a excepción de tiwanaku, del que ya hablé en el capítulo de Bolivia): Sillustani y Cutimbo. El primero de ellos se trata de una serie de chullpas (torres funerarias) de hasta doce metros de altura, levantadas en lo alto de los cerros, lo que lógicamente permite divisarlas desde la distancia. Antaño, utilizadas por sucesivas culturas, estas edificaciones cilíndricas contenían los restos de familias completas así como sus pertenencias con el fin de emprender el viaje al más allá, tal y como se hacía en el antiguo Egipto. Estas construcciones siempre fueron respetadas por su contenido sagrado, hasta que llegaron los conquistadores españoles y se dedicaron al saqueo. El emplazamiento arqueológico, al que le dedicamos dos jornadas, se encuentra circundado por el lago Umayo, por encima de los 3.800 metros de altitud. En los alrededores existen varias aldeas indígenas de adobe y tejados de paja brava; ni qué decir tiene la hospitalidad que recibimos cuando echamos una ojeada: de seguida nos explican cómo es su tradicional forma de vida y nos dan a probar algunos de sus productos que ellos mismos cultivan: papas, quínoa, choclo...
   Las malas lenguas aseguran que pocos viajeros se acercan a las ruinas de Cutimbo debido a los asaltos que allí se producen. Nada más lejos de la realidad. Es un lugar muy solitario, sí, pero del todo seguro, tal y como nos han informado los lugareños. En lo alto de una cumbre volcánica completamente plana, con fabulosas vistas del altiplano, se yerguen unas chullpas funerarias de planta cuadrada y otras cilíndricas, las respectivas rampas que se utilizaron para su construcción y, si se presta un poco de atención, el visitante podrá descubrir en los macizos muros una serie de animales tallados en los bloques: monos, pumas... A diferencia de Sillustani, donde el sector principal suele estar muy concurrido, aquí, en Cutimbo, gozamos de una soledad absoluta, acariciados por el viento de los Andes y, quién sabe, tal vez de la grata compañía de las almas dueñas indiscutibles del lugar.

viernes, 3 de enero de 2014

Ciento cuatro

"Cada día de nuestra vida estamos creando nuestro destino."
(Henry Myller)
foto: Pic de Juclar (Andorra)

Perú (V)

Puno, a 3.830 metros de altitud, tiene una fisonomía muy similar a La Paz (Bolivia), aunque evidentemente con dimensiones mucho más reducidas. La ciudad se asienta en una amplia hondonada, y sus destartalados barrios periféricos van remontando las laderas hasta llegar a lo alto de éstas. Si se llega por la carretera del norte la visión es espectacular: una alfombra de poco agraciadas construcciones queda encajada entre el lago Titicaca y los accidentados cerros.
   Puno ni es hermosa ni acogedora, no posee grandes monumentos y en sus estrechas calles del centro el tráfico resulta una molestia. Por tales motivos el turismo suele pernoctar un par de noches y salir corriendo hacia Cuzco o alguno de los puntos de interés del lago. Sin embargo, y en contra de todo pronóstico, nosotros hemos tenido la suerte de ser acogidos por la comunidad quechua, cuya generosa hospitalidad ha hecho que pasemos diez días en esta urbe caótica. Gracias a ello, tenemos la suerte de asistir a las celebraciones de Manco Capac, el primer inca, cuyo nacimiento se celebra por todo lo alto: una semana de festejos donde no cesan los bailes tradicionales; la música y el ambiente andino impregna cualquier esquina.
   Fiestas aparte, en Puno puede visitarse un par o tres de pequeños museos, destacando el de Carlos Dreyer, un alemán aficionado a la arqueología que atesoró una importante colección de objetos indígenas y cuadros de pintores locales. En la última planta se conservan tres momias y la reproducción de una chullpa funeraria. Tampoco hay que obviar la catedral, alzándose majestuosamente en un extremo de la Plaza de Armas. Data del siglo XVIII y cuenta con un interior muy sencillo pese a ser barroca.
   La calle Lima, pasado la Plaza de Armas, se convierte en peatonal, arteria con ambiente constante donde se mezclan foráneos y lugareños; propios y extraños, calle arriba, calle abajo, por lo que es aquí donde se concentran la mayoría de cafés, restaurantes y comercios de artesanías.
   La ciudad está rodeada por unos estratégicos miradores que a buen seguro gozan de una privilegiada panorámica, si bien las gentes del lugar desaconsejan insistentemente la visita por los reiterados asaltos a mano armada que han padecido tanto turistas solitarios como grupos organizados. Nunca hay que olvidar que la región es pobre y las tentaciones son grandes. Pese a ello, la hospitalidad con la
que nos encontramos es más que sobresaliente.