viernes, 5 de septiembre de 2014

Ciento siete

"Llena cada minuto irrepetible con sesenta segundos que merezcan la pena"
(Rudyard Kipling)

foto: refugio de Juclar (Andorra)

Perú (III)

Nuevamente el Titicaca nos da la bienvenida, de momento plácido y sin oleaje hasta la llegada de los fuertes vientos cordilleranos. La navegación resulta sosegada, bajo un sol de justicia que a casi cuatro mil metros de altitud achicharra la testa en menos que canta un gallo, aunque eso no nos impide ubicarnos en la cubierta superior con el fin de admirar el hermoso paisaje que nos circunda.
Tras una concisa singladura la vieja nave de casco magullado se abre paso entre los canales que forman los islotes de totora, esos juncos que crecen en abundancia en las orillas del lago y que, una vez recolectados, se utilizan para elaborar artesanías, embarcaciones, viviendas y hasta las mismas islas que están compuestas por paja de totora cuyo suelo se vuelve flexible y extrañamente movedizo al caminar. Y por si fuera poco, la totora también se come (hecha en sopa resulta muy sabrosa).
La visita a estas islas no es sólo un destino turístico muy concurrido, sino que representa para los indios uros una forma muy digna de ganarse la vida, un medio de supervivencia tan importante como la pesca. Los uros, que antaño se refugiaron aguas adentro huyendo de las etnias colla e inca, reciben en la actualidad de buen agrado a los visitantes porque saben que su bienestar está estrechamente ligado a ellos. Viracocha, el dios padre, sabrá entender las necesidades comerciales de sus hijos predilectos.