viernes, 18 de junio de 2010

Setenta y dos


"Aunque estés prisionero de tus sueños y de tus pensamientos, formas parte del gran viaje. Cada una de tus respiraciones te acerca o te aleja de tu propia verdad."
(Faouzi Skali)

foto: jungla de cristal (Barcelona)

Norte de Argentina








Partiendo de San Salvador de Jujuy dirección norte, primero por asfalto y más adelante a través de una pista de ripio y alcanzando los 3.730 metros de altiud en la cuesta de Azul Pampa, el paisaje asombra a cada kilómetro ganado en una sucesión interminable de vertiginosas quebradas.
Pero también hay lugar para las planicies áridas donde despuntan gigantescos cactus cardones y aparecen amplios cauces ahora secos en los que, cuando el cielo se convierte en furioso mar, resurgen los llamados "volcanes", terribles riadas de caudal enloquecido que arrastra piedra y lodo, corta carreteras y, a veces, se cobra víctimas mortales.
Y precisamente viajamos al norte de Argentina en esta inoportuna época de lluvias torrenciales; no por capricho, sino por no disponer de otras fechas más propicias. Este hecho hace que día tras día sigamos la evolución de las nubes con cierta intranquilidad, especialmente cuando nos encontramos en plena montaña, por encima de los cuatro mil metros de altitud. Dentro de unas semanas sabremos lo que aquí significa una tormenta de las buenas...
Pero vayamos por partes. La quebrada de Humahuaca es famosa por su desbordante y sorprendente Naturaleza. Hay montañas que parecen morada eterna del arco íris, como el cerro de los Siete Colores, y que sin embargo no es más que una cuestión geológica, ya que cuando incide la luz solar sobre los pliegues erosionados del monte hace que la colorida variedad de éste resalte de manera espectacular. Cualquier cerro es fotogénico e interesante para explorarlo, pues la lenta erosión lo ha dotado de formas caprichosas en un medio de un desierto que dio muerte a muchos colonos españoles capitaneados por Diego de Almagro.
Los desfiladeros pueden llegar a ser perdedores, pero siempre se prestan a que uno vaya a descubrirlos. No faltan las ruinas incas, ni una población mayoritariamente indígena, pobre y humillada desde hace quinientos años. Hay pueblitos con casas de adobe donde parece que el tiempo se ha detenido: Tilcara, Purmamarca, Tumbaya, Humahuaca, Maimará... Las empanadas, ya sean de queso o carne, son sabrosísimas, y los mercadillos de los indios colla un gusto para los sentidos.
El desierto da paso a la puna -característica meseta de los Andes-, donde se asientan poblaciones como Abra Pampa o La Quiaca, esta última fronteriza con Bolivia. Los rebaños de llamas y las casitas dispersas en la inmensidad del altiplano forman parte de un paisaje que se abrasa durante el día y se hiela al caer la noche.
Una vez más, retumba el trueno y se despliegan cortinas de lluvia en el amenazador horizonte, presagiando así la inminente llegada de unos aguaceros convertidos en diluvios.

jueves, 17 de junio de 2010

Setenta y uno


"Sé consciente de tu muerte y recibirás cada hálito de vida como un don."
(Faouzi Skali)

foto: el esplendor del Cadí

miércoles, 16 de junio de 2010

Norte de Argentina (II)







Nos viene muy bien unos días de sosiego en las ciudades de San Salvador de Jujuy y especialmente en Salta. Esta última, llamada "Salta la linda", posee edificios coloniales, unas concurridas calles comerciales y unos espacios frondosos donde protegerse de un sol abrasador: el parque San Martin, la plaza 9 de Julio y el cerro San Bernardo.
Pero las ansias por lanzarnos a la aventura nuevamente nos conducen a regiones estériles y poco habitadas. Es la patria de la erosión, de los cactus, del viento cordillerano y de los cauces aparentemente inofensivos que tarde o temprano acaban por derbordarse. Somos conscientes de que estamos tentando a la suerte al viajar por zonas más o menos remotas en plena temporada de tormentas. Hasta el momento nos hemos encontrado con algunos aguaceros violentos, que aunque han provocado ciertos problemas en diversas poblaciones no han causado estragos de consideración. Todo llegará...
Recorrer la Quebrada del Toro es adentrarse en el desierto puro; una vez más nos sobrecogemos ante una Naturaleza imponente y de rabiosa belleza. En las esquilmadas laderas sólo hay cabida para las cactáceas; hay restos arqueológicos preincaicos, así como cerros de colores y montañas profundamente marcadas por la erosión, exhortando así de la dureza de la vida y del clima de estos desolados lares, aunque en las zonas bajas pueden verse diminutos oasis formados por chacras y grupos de álamos, algarrobos y sauces.
En un destartalado autobús vamos paralelos al tendido ferroviario, donde en temporada alta circula el Tren a las Nubes, que enlaza Salta con el viaducto La Polvorilla, a 4.220 metros de altura, si bien la línea de ferrocarril empalma con Chile a través del puesto fronterizo de Socompa, a los pies del homónimo volcán de seis mil metros de altitud. Ni qué decir tiene que todo este trayecto es de ensueño: primero la magia del desierto, y luego el desamparo de la puna.
San Antonio de los Cobres es un excelente lugar donde abastecerse de provisiones, así como para pasar unos días apartado del mundo, charlando con sus gentes, caminando por sus polvorientas callejuelas y recorriendo el altiplano y subiendo cerros de los alrededores.
Pero llega un día que nos vemos obligados a marchar de San Antonio de forma precipitada. La tormenta de la noche anterior ha sido brutal. El pueblo ha amanecido barrido por el lodo y por los guijarros. Se esperan nuevos episodios de lluvias torrenciales. <>, nos comunican los lugareños. A primera hora de la mañana el cielo tiene la apariencia del anochecer, y nadie nos garantiza que la maltrecha pista que remonta la Quebrada del Toro no se libre de ser cortada. <>, nos reiteran.
Más tarde los medios de comunicación se harían eco de las gravísimas inundaciones; un buen número de víctimas así lo confirmaba. Las imágenes televisadas hablaban por sí solas: la bravura del diluvio corría descontrolada por las calles, anegando a su paso pueblos y ciudades. Coches, troncos, personas..., no existía obstáculo que no pudiese arrastrar las desbordadas riadas.
Despertó al fin la rabia contenida de los "volcanes". Crecieron en lo alto de las quebradas y ya en los valles sumaron fuerzas para sembrar muerte y devastación.

sábado, 12 de junio de 2010

Setenta


"Nada te lleva tan lejos como la ilusión."
(Faouzi Skali)

foto: verticalidad (Ponta de Sao Lourenço, Madeira)

viernes, 11 de junio de 2010

Fuerteventura







Si hablamos de extensas playas que rozan lo paradisíaco, desde luego que Fuerteventura se merece un puesto de honor dentro del archipiélago canario. Pero no nos engañemos, porque de norte a sur la isla es igualmente puro desierto. No hay árboles ni arroyos ni tan siquiera un poco de verdor que endulce las quebradas o las pedregosas llanuras, a lo sumo espinosos matorrales y algún que otro palmeral. El desierto es así de hostil; no da tregua ni se esfuerza por mantenerse amable. De ahí reside su áspera belleza.
Y también es desierto que se convierte en idílica playa lo que se estira a lo largo de 12 o 13 kilómetros en el noreste de la isla, desde Corralejo a la Montaña Roja (313 mts.), cuyas faldas encarnadas parecen incendiadas por el sol mañanero. Unos operarios se afanan en despejar de arena la rectilínia carretera, y en unas dunas han quedado plasmadas unas pocas huellas de alimalitos. En algunos puntos crecen matojos, unas pocas flores y un árbol tan solitario como raquítico. Deambular hacia el tremulante horizonte víctima del calor despiadado es toda una experiencia, si es que hay voluntad para ello y se va provisto de suficiente agua y protección solar. Luego, avanzando en dirección contraria, un reparador baño en las aguas esmeraldas mecerán los exhaustos cuerpos -pálidos en nuestro caso-, y gozaremos de la amplitud del Parque Natural de las Dunas de Corralejo, envidia de las playas de la Península Ibérica. El espacio es tan sumamente grande que sobre las blancas arenas hay sitio para todos; basta caminar un rato para alejarnos del gentío.
Puerto del Rosario, la capital de la isla, quizá pase desapercibida, pero bien vale la pena acercarse al museo ubicado en el antiguo Hotel Fuerteventura, donde Miguel de Unamuno se alojó durante cuatro meses antes de exiliarse en Francia y proseguir su destierro por haberse opuesto a la dictadura de Primo de Rivera. Hoy día, el museo está consagrado al célebre escritor, quien se enamoró perdidamente de la isla. Y ya que estamos en la capital, ¿por qué no degustar unas papas, queso local, gofio o un potaje de garbanzos?
En el interior de la isla se encuentra esa Fuerteventura anclada en el pasado, que nada tiene que ver con los complejos turísticos del litoral. Del seco terruño despuntan viejos molinos y casitas bañadas a la cal; abundan las cabras de las que se obtiene un queso sabrosísimo; las montañas, aunque de alturas más bien modestas, tienen perfiles accidentados, cónicos algunas veces y hasta sagrados para los primeros pobladores, como es el caso de la Montaña de Tindaya. La Oliva, Antigua, Tiscamanita, Pájara..., aquí parece que el tiempo se ha detenido, con sus silenciosas callejuelas y ese turismo ausente que sólo apuesta por la playa y la sangría y que no se deja ver por estos lares.
En el noroeste se alza el faro del Tostón, en la Punta de la Ballena, donde el mar rompe con bravura. No muy lejos se agradece un baño en la larga playa del Castillo. El ambiente de los añejos pueblitos de pescadores se encuentra en el casco antiguo de El Cotillo, e incluso hay una fortificación circular del siglo XV que servía para defenderse de los piratas berberiscos.
Como una espina dorsal, una cadena montañosa esconde a Cofete y las salvajes playas de Barlovento. Y en ese mismo extremo meridional, en el Istmo de la Pared, pero en la vertiente este, descubriremos las fabulosas playas de Sotavento de Jandía. Es cierto que los hoteles y las urbanizaciones restan carácter a la región, pero igualmente es verdad que la inmensa amplitud de las playas favorecen unos chapuzones magníficos, en los que uno llega a preguntarse si está en el nirvana. Poque Fuerteventura posee dos rostros bien diferenciados entre sí: la crudeza del erial y una costa casi paradisíaca.