miércoles, 16 de junio de 2010

Norte de Argentina (II)







Nos viene muy bien unos días de sosiego en las ciudades de San Salvador de Jujuy y especialmente en Salta. Esta última, llamada "Salta la linda", posee edificios coloniales, unas concurridas calles comerciales y unos espacios frondosos donde protegerse de un sol abrasador: el parque San Martin, la plaza 9 de Julio y el cerro San Bernardo.
Pero las ansias por lanzarnos a la aventura nuevamente nos conducen a regiones estériles y poco habitadas. Es la patria de la erosión, de los cactus, del viento cordillerano y de los cauces aparentemente inofensivos que tarde o temprano acaban por derbordarse. Somos conscientes de que estamos tentando a la suerte al viajar por zonas más o menos remotas en plena temporada de tormentas. Hasta el momento nos hemos encontrado con algunos aguaceros violentos, que aunque han provocado ciertos problemas en diversas poblaciones no han causado estragos de consideración. Todo llegará...
Recorrer la Quebrada del Toro es adentrarse en el desierto puro; una vez más nos sobrecogemos ante una Naturaleza imponente y de rabiosa belleza. En las esquilmadas laderas sólo hay cabida para las cactáceas; hay restos arqueológicos preincaicos, así como cerros de colores y montañas profundamente marcadas por la erosión, exhortando así de la dureza de la vida y del clima de estos desolados lares, aunque en las zonas bajas pueden verse diminutos oasis formados por chacras y grupos de álamos, algarrobos y sauces.
En un destartalado autobús vamos paralelos al tendido ferroviario, donde en temporada alta circula el Tren a las Nubes, que enlaza Salta con el viaducto La Polvorilla, a 4.220 metros de altura, si bien la línea de ferrocarril empalma con Chile a través del puesto fronterizo de Socompa, a los pies del homónimo volcán de seis mil metros de altitud. Ni qué decir tiene que todo este trayecto es de ensueño: primero la magia del desierto, y luego el desamparo de la puna.
San Antonio de los Cobres es un excelente lugar donde abastecerse de provisiones, así como para pasar unos días apartado del mundo, charlando con sus gentes, caminando por sus polvorientas callejuelas y recorriendo el altiplano y subiendo cerros de los alrededores.
Pero llega un día que nos vemos obligados a marchar de San Antonio de forma precipitada. La tormenta de la noche anterior ha sido brutal. El pueblo ha amanecido barrido por el lodo y por los guijarros. Se esperan nuevos episodios de lluvias torrenciales. <>, nos comunican los lugareños. A primera hora de la mañana el cielo tiene la apariencia del anochecer, y nadie nos garantiza que la maltrecha pista que remonta la Quebrada del Toro no se libre de ser cortada. <>, nos reiteran.
Más tarde los medios de comunicación se harían eco de las gravísimas inundaciones; un buen número de víctimas así lo confirmaba. Las imágenes televisadas hablaban por sí solas: la bravura del diluvio corría descontrolada por las calles, anegando a su paso pueblos y ciudades. Coches, troncos, personas..., no existía obstáculo que no pudiese arrastrar las desbordadas riadas.
Despertó al fin la rabia contenida de los "volcanes". Crecieron en lo alto de las quebradas y ya en los valles sumaron fuerzas para sembrar muerte y devastación.

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