viernes, 11 de junio de 2010

Fuerteventura







Si hablamos de extensas playas que rozan lo paradisíaco, desde luego que Fuerteventura se merece un puesto de honor dentro del archipiélago canario. Pero no nos engañemos, porque de norte a sur la isla es igualmente puro desierto. No hay árboles ni arroyos ni tan siquiera un poco de verdor que endulce las quebradas o las pedregosas llanuras, a lo sumo espinosos matorrales y algún que otro palmeral. El desierto es así de hostil; no da tregua ni se esfuerza por mantenerse amable. De ahí reside su áspera belleza.
Y también es desierto que se convierte en idílica playa lo que se estira a lo largo de 12 o 13 kilómetros en el noreste de la isla, desde Corralejo a la Montaña Roja (313 mts.), cuyas faldas encarnadas parecen incendiadas por el sol mañanero. Unos operarios se afanan en despejar de arena la rectilínia carretera, y en unas dunas han quedado plasmadas unas pocas huellas de alimalitos. En algunos puntos crecen matojos, unas pocas flores y un árbol tan solitario como raquítico. Deambular hacia el tremulante horizonte víctima del calor despiadado es toda una experiencia, si es que hay voluntad para ello y se va provisto de suficiente agua y protección solar. Luego, avanzando en dirección contraria, un reparador baño en las aguas esmeraldas mecerán los exhaustos cuerpos -pálidos en nuestro caso-, y gozaremos de la amplitud del Parque Natural de las Dunas de Corralejo, envidia de las playas de la Península Ibérica. El espacio es tan sumamente grande que sobre las blancas arenas hay sitio para todos; basta caminar un rato para alejarnos del gentío.
Puerto del Rosario, la capital de la isla, quizá pase desapercibida, pero bien vale la pena acercarse al museo ubicado en el antiguo Hotel Fuerteventura, donde Miguel de Unamuno se alojó durante cuatro meses antes de exiliarse en Francia y proseguir su destierro por haberse opuesto a la dictadura de Primo de Rivera. Hoy día, el museo está consagrado al célebre escritor, quien se enamoró perdidamente de la isla. Y ya que estamos en la capital, ¿por qué no degustar unas papas, queso local, gofio o un potaje de garbanzos?
En el interior de la isla se encuentra esa Fuerteventura anclada en el pasado, que nada tiene que ver con los complejos turísticos del litoral. Del seco terruño despuntan viejos molinos y casitas bañadas a la cal; abundan las cabras de las que se obtiene un queso sabrosísimo; las montañas, aunque de alturas más bien modestas, tienen perfiles accidentados, cónicos algunas veces y hasta sagrados para los primeros pobladores, como es el caso de la Montaña de Tindaya. La Oliva, Antigua, Tiscamanita, Pájara..., aquí parece que el tiempo se ha detenido, con sus silenciosas callejuelas y ese turismo ausente que sólo apuesta por la playa y la sangría y que no se deja ver por estos lares.
En el noroeste se alza el faro del Tostón, en la Punta de la Ballena, donde el mar rompe con bravura. No muy lejos se agradece un baño en la larga playa del Castillo. El ambiente de los añejos pueblitos de pescadores se encuentra en el casco antiguo de El Cotillo, e incluso hay una fortificación circular del siglo XV que servía para defenderse de los piratas berberiscos.
Como una espina dorsal, una cadena montañosa esconde a Cofete y las salvajes playas de Barlovento. Y en ese mismo extremo meridional, en el Istmo de la Pared, pero en la vertiente este, descubriremos las fabulosas playas de Sotavento de Jandía. Es cierto que los hoteles y las urbanizaciones restan carácter a la región, pero igualmente es verdad que la inmensa amplitud de las playas favorecen unos chapuzones magníficos, en los que uno llega a preguntarse si está en el nirvana. Poque Fuerteventura posee dos rostros bien diferenciados entre sí: la crudeza del erial y una costa casi paradisíaca.

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