miércoles, 24 de marzo de 2010

Costa de Marfil





Costa de Marfil no es un destino eminentemente turístico, algo que ya imaginábamos pero que ahora corraboramos cuando estamos embarcados en el avión que nos tiene que llevar a Abidjan. A excepción de cuatro o cinco personas más, somos los únicos blancos de todo un pasaje formado por gente de color. Lo curioso del caso, es que el país aún sigue en cierta manera en manos de occidentales, fraceses para ser más exactos.
Más adelante nos encontraremos con convoys de tanques del ejército galo recorriendo las afueras de la ciudad. También veremos a terratenientes blancos de avanzada edad con jovencitas del lugar, chicas que han optado por el camino de la humillación antes que vivir en la miseria.
La pobreza está bien presente, brutal en ciertos lugares, y el peligro de la delincuencia es real en algunos barrios de Abidjan. De hecho, hemos tenido que salir por patas cuando entre la multitud que nos rodea aflora una navaja. Cuando no es la policía es el ejército quien controla las carreteras de acceso a cualquier poblado, y para proseguir hay que pagar al oficial de guardia, de lo contrario del puesto de control no pasas y regresas por donde has venido. Hartos ya de soltar dinero por la cara, pongo en práctica un truco que se me ocurrió en casa en previsión de estos incidentes. Y menos mal que funciona, pues el acreditar que pertenezco al cuerpo diplomático (con documentación oficial) nos salva de quedarse vacía la cartera y en lo sucesivo ya no tendremos que pagar más; claro que de haber salido mal no quiero ni pensar qué hubiera sido de nosotros...
Pero sin lugar a dudas, Costa de Marfil -al igual que sucede en todo el continente africano- es tan fascinante que ejerce un poder de atracción irresistible. La belleza de sus paisajes la encontramos en Tiagba, Assinie y en poblados que no logro localizar en el mapa. Dialogas con un venerado anciano -por medio de un intérprete- antes de que te dé permiso para entrar en su aldea; los niños se vuelven locos por conseguir unas simples golosinas y su sonrisa de gratitud es imposible de olvidar; navegas en canoa para alcanzar un grupo de aisladas chozas y conocer a su gente; con prudencia y siguiendo las pertinentes instrucciones consigues echar mano a la cola de un cocodrilo de tamaño medio; te pierdes por un mercado donde todos los sentidos perciben que Europa ha quedado muy lejos, y te felicitas porque el turismo es del todo inexistente. ¿Qué más puedes esperar de África?
Por desgracia, la realidad no es tan exótica y placentera como a uno le gustaría, ya que en Grand-Bassam hay toque de queda y esa noche es imposible poner un pie en la calle. Abandonaremos el país cuando ya se está fraguando el drama que se avecina. En el atestado aeropuerto internacional todo el mundo tiene prisa por marchar cuanto antes, pues los militares están más presentes que nunca y se dice que en breve correrá mucha sangre.
Y así es. Pocos días después de llegar a casa los medios de comunicación se hacen eco de nuestras peores sospechas: "Hallada una fosa común con 57 cadáveres." "La policía dispersa a tiros una manifestación; al menos hay 25 muertos." "Alrededor de 155 muertos tras las manifestaciones del 26 y 27 de octubre..." ¿Qué habrá sido de todos aquellos hospitalarios lugareños que hemos conocido durante el viaje?

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