miércoles, 21 de abril de 2010

Sesenta


"Para abrir el corazón ajeno es necesario antes abrir el propio"
(Quesnel)

foto: Invierno (Parc Olímpic del Segre, Seu d´Urgell)

Noruega








Nuestro peroiplo por Noruega comienza en Oslo, en un soleado día de junio que se presta a conocer esta urbe donde hormigón y vegetación parecen fundirse con total naturalidad, y cuya ordenada fisonomía divisamos desde el camping Ekeberg, ubicado en lo alto de una colina.
Luego vendrá el parque Vigeland y sus doscientas estatuas de granito y bronce dedicadas al género humano; la fortaleza Akershus; el soberbio edificio del Ayuntamiento, que tanta polémica suscitó en su día; la selecta avenida Drammensveien y el instituto Nobel; los jardines del Palacio Real (Slottsparken); la bulliciosa Kart Johans gate, y otros puntos destacados de la capital.
La carretera E6 es una excelente vía que penetra en el interior del país a través de un paisaje de ensueño: los bosques de coníferas intercalados con prados es la tónica en todo el trayecto, así como esporádicos pueblitos, granjas dispersas y algún que otro lago que endulza este privilegiado territorio. Tan privilegiado, que las autoridades han sido conscientes de que ese bucólico escenario tenía que ser patrimonio de todo aquel que por allí pasara, por lo que a cada X kilómetros el viajero tiene a su disposición unas magníficas áreas de reposo donde encontrará mesas de picnic, unas reducidas cabañas que no son otra cosa que lavabos públicos y unos paneles explicativos sobre la región. Todo limpio y bien cuidado, como buen país civilizado que se precie.
Una tormenta de mil demonios se ha desencadenado en los cielos de Oppland, presagiando así lo que nos espera a lo largo de todo el mes. (De hecho, de los treinta días que estuvimos en Noruega, veinticuatro fueron de lluvia). Un segundo chaparrón nos sorprende en las montañas de Lillehammer, sede de los Juegos Olímpicos de Invierno de 1994.
Más al norte, en Otta, importante centro turístico debido a la proximidad de los parques nacionales de Jotunheimen y Rondane, nos estableceremos durante varios días con el propósito de ascender unas cuantas cumbres, si bien la climatología no nos lo pondrá fácil, incluida una violenta tormenta cuyos rayos nos harán pasar verdadero miedo justo cuando nos encontremos en lo alto de una montaña. Es que nunca escarmentaremos...
En Trondheim llega la calma, un par de días relajados y sin emociones fuertes, dos jornadas de tregua en lo que a lluvia se refiere. A partir de aquí tomaremos rumbo sur, bordeando la escarpada costa occidental, o lo que es lo mismo, la famosa región de los fiordos.

jueves, 15 de abril de 2010

Cincuenta y nueve


"Si no puedes llegar a la generosidad del perdón, refúgiate en el olvido."
(Alfredo de Musset)

foto: gemelas (Barcelona)

Noruega (II)












Seguimos la ruta que va de Trondheim a Bergen, la que tal vez es la cara más bella de Noruega, como algunos aseguran, si bien considero que todo el país en su conjunto es espectacular. Tomamos varios ferrys para cruzar un buen número de fiordos, a cual más hermoso, rodeados siempre de abruptas montañas y un sinfín de cascadas.
A bordo de estos navíos surcamos las aguas que un día estuvieron ocupadas por ingentes cantidades de hielo. En efecto, durante el cuaternario los glaciares cubrían el territorio remodelando el relieve y dando forma de U a los valles. Con la retirada de los hielos el mar fue internándose por los actuales fiordos, hasta llegar 200 kilómetros tierra adentro y alcanzando una profundidad de 1.300 metros, como es el caso del Sognefjord.
En una singladura colmada de lluvia y vientos racheados llegamos a Alesund. En días posteriores recorremos la carretera 60, utilizando para ello un excelente transporte público. Son jornadas de vivir entre densos bosques y prados, sucediéndose entre aisladas aldeas y montañas rodeadas de algunos glaciares. Más tarde toca el turno a las cumbres que se levantan por encima de Hellesylt y Geiranger, a las navegaciones por fiordos majestuosos y a pasar largas, larguísimas horas encerrados en la tienda iglú porque los chaparrones no cesan. También tenemos la oportunidad -cuando la lluvia nos da un respiro- de ir a la cascada Storseterfossen, pasando por detrás de ella a través de un exiguo caminito tallado en la roca.
En la desolada tundra, ateridos por el frío, esperamos unas cuantas horas a que llegue el bus con dirección a Loen; es lo malo que tiene la conexión de vehículos en medio de la nada... Suerte que luego el impresionante decorado de montañas y glaciares habrá hecho que valga la pena tan sufrida espera. Y en Loen más de lo mismo: bajo una rudimentaria marquesina aguardamos durante mucho rato a que el torrencial aguacero nos deje llegar hasta el camping. Claro que este contratiempo es ridículo comparado con lo que aquí aconteció en 1905 y 1936, y que un monolito se encarga de recordar. Durante esos años unos desprendimientos en el monte Ramnefjell provocaron gigantescas olas en el lago; la catástrofe se saldó con 135 víctimas.
Briksdalsbreen, Melkevoll y Brenndal son glaciares que visitamos mientras las noches transcurren en un acogedor bungalow; la tienda de campaña la dejamos para más adelante porque ésta ya no puede absorber más agua de la que recibe. Y es que la profunda borrasca apenas da un respiro.
La encantadora ciudad de Bergen y su cercano parque nacional son la excusa idónea para estar unos días por aquí, y también los sabrosísimos bocadillos de salmón y gambas que preparan en el concurrido mercado de pescado, muy cerca de la hilera de casitas coloreadas de Bryggen, diminuta porción de lo que fue todo un barrio construido por la Liga Hanseática; el resto de las edificaciones fue pasto de las llamas en diversos incendios.
Flam y los alrededores del fiordo Aurland son el último punto donde nos detenemos antes de regresar a Oslo. Ahora ya tomamos conciencia de que el viaje toca a su fin. Y como despedida, salimos por patas mientras una fuerte tormenta nos persigue los talones, hasta que nos alcanza y nos deja por completo empapados.

martes, 13 de abril de 2010

Cincuenta y ocho


"El banquero es un señor que nos presta el paragüas cuando hace sol y exige que se lo devolvamos cuando empieza a llover."
(Mark Twain)

foto: decadencia urbana (Roma)

Cataratas de Iguazú















Aunque las Cataratas de Iguazú ya eran de sobras conocidas por los índios guaranís, los primeros occidentales en contemplarlas fueron los integrantes de la expedición comandada por Álvar Núñez Cabeza de Vaca, allá por el año 1541. Eran tiempos en que todo estaba por descubrir, de grandes aventuras y misteriosas leyendas.
Hemos nacido demasiado tarde para tales gestas, así que hay que contentarse con ser simples espectadores de estos descomunales saltos de agua que, por otra parte impresionan y estremecen como faraónica obra de la Naturaleza que son. No obstante, y a pesar de que las vistas desde las pasarelas acondicionadas son insuperables, no nos limitamos al típico paseo de media mañana, sino que le dedicamos a las cataratas y su entorno dos jornadas completas. Una vez más, Argentina se nos muestra con toda su grandeza.
Recorridos todos los senderos habidos y por haber, bajo las cascadas y sobre ellas, visitando la isla Grande San Martín y más tarde la espectacular Garganta del Diablo, decidimos que ha llegado el momento de seguir los caminos que se internan en la selva. Es entonces cuando nos topamos con las hormigas tigre y las podadoras, con los monos caí, con el yacaré overo, con mariposas de mil colores y una densa vegetación de tamaño asombroso.
La humedad es alta y la sudoración excesiva; pringados de barro descendemos barrancos utilizando para ello unas providenciales lianas, y así durante horas y horas, escuchando los sonidos de la intrigante selva. ¿Y si el yaguareté (jaguar) merodea por aquí? Sabemos que es muy difícil de avistarlo, aunque no es la primera vez que da un susto.
Terminado el periplo, hemos quedado extasiados por esas aguas que se precipitan al vacío, y como en otras ocasiones bien satisfechos de nuestras andanzas por la jungla. No obstante, poco sospechamos que esto no es más que el principio de un fascinante viaje: nos aguarda un mes de aventuras por las selvas de Misiones.

Cincuenta y siete


"La vida fácil suele ser la más difícil."
(E. Jardiel Poncela)

foto: cascada (Vall de Ransol, Andorra)

Luxemburgo







Qué pequeño que es este país, pero qué agradable que resulta su visita. A esta sencilla conclusión llegamos mientras los días se suceden sin prisas, encantadores y plagados de sorpresas; eso sí, envidiando una de las rentas per cápita más altas del mundo.
Su capital ya resulta curiosa por tratarse de uno de los centros financieros de Europa, y porque bajo sus entrañas esconde una laberíntica fortificación de galerías subterráneas. El resto del país -que bien se merece cierto tiempo para conocerlo pese a su diminuto tamaño-, es un decorado de postal, de aire sosegado donde diríase que nunca pasa nada digno de mención. Su paisaje es dulce y suave, con verdes campiñas y colinas, cuando no bosques y localidades de pocos habitantes. Parece mentira que por aquí la guerra mostrase su imagen más brutal; prueba de ello son los numerosos vestigios militares que nos vamos encontrando a todo lo largo del país, y algunos museos bélicos de lo más interesante, como el de Diekrich.
Vianden posee un magnifico castillo, al igual que Wiltz, ya en las célebres Ardenas. Hay, además, numerosos pueblitos donde es conveniente hacer un alto pese a que no exista ningún reclamo destacado, o realizar excursiones por bosques frondosos que a buen seguro pocas referencias encontraremos en las guías de montaña.
Este país queda encerrado entre gigantes. Alemania y Francia ofrecen demasiada competencia a nivel turístico; y también Bélgica, con joyas como Bruselas y Brujas. Tal vez por ello es del todo aconsejable darse una vuelta por aquí, y a ser posible que no sea demasiado breve para no caer en el mismo error que cometen algunos circuitos organizados, que pasan de puntillas por estas tierras privilegiadas.

viernes, 9 de abril de 2010

Cincuenta y seis


"Las desgracias más temidas son, de ordinario, aquellas que no llegan jamás."
(Lowell)

foto: la fortaleza del árbol (Alt Urgell)

La Gomera








Una vez más ponemos rumbo a las islas Canarias, sabedores de que allí nos aguarda un paisaje único, espectacular, cuya Naturaleza desbordante hará vibrar nuestro ánimo. La emoción por lo vivido, por lo contemplado, siempre nos ha invadido cada vez que hemos desembarcado en el archipiélago.
Ya se recorta en el horizonte la accidentada geografía de La Gomera. Desde la proa del ferry oteamos la silueta de las montañas difusa por la calima, y tras ellas más montañas de cimas ocultas por bandas nubosas que rara vez desaparecen de las partes más elevadas de la isla. Mañana estaremos allí arriba.
Atracamos en el pequeño puerto de San Sebastián de La Gomera. La ciudad se eleva por las acusadas laderas, como si todas esas casitas de colores se disputaran las mejores vistas sobre el anchuroso atlántico. Nosotros, sin embargo, vamos a la zona baja de la capital en busca de un antiguo hostal situado en la peatonal Calle Real.
A la mañana siguiente, la "guagua" se aleja de San Sebastián remontando una carretera de sempiternas curvas. En poco tiempo ganamos desnivel, dejando el mar muy bajo y elevándose por unos frondosos montes donde al momento hacen acto de presencia las persistentes nieblas de Garajonay. A nuestra derecha profundos barrancos caen de forma vertiginosa, y de tanto en tanto, cuando se abre algún claro entre la espesa bruma, divisamos agrestes paredones que confieren un ambiente muy salvaje al famoso parque nacional.
El autobús prosigue su camino. Nos hemos apeado en un cruce de carreteras, sin más compañía que un viento helado y esas cortinas de niebla que van y vienen. No vemos a nadie en los alrededores. El céfiro silba con pesadumbre y una agradable sensación de absoluto desamparo nos asalta. Esta soledad no tiene precio. Estamos en la zona más alta del Parque Nacioanal de Garajonay, donde la vegetación es muy densa y casi se vuelve selvática. Tenemos el inconveniente de que la visibilidad queda reducida a medio centenar de metros, por lo que nos perdemos las vistas que se abren valle abajo que, a buen seguro, deben ser sublimes. Pero ya se sabe que éste es reino de nubes.
No tardamos en encontrar el bien señalizado sendero que se interna en la espesura. El decorado que nos envuelve es mágico. La "selva", regada constantemente por la húmeda neblina que traen los vientos alisios, se compone de túneles vegetales: helechos, brezos, laureles, acebiños...; troncos retorcidos donde crece el musgo y penden fantasmagóricas barbas; ramas entrelazadas que son mecidas por capricho del viento y que provocan misteriosos crujidos. Este bosque parece tener vida...
Hemos atravesado el llamado Bosque del Cedro, surcado por el arroyo homónimo, en pleno corazón de la laurisilva. En el lecho del río la laurisilva alcanza su máximo esplendor con los viñátigos, árboles que superan los treinta metros de altura. Alcanzamos más tarde una especie de balconada rocosa, siempre rodeados por la extrema frondosidad del manto vegetal. A nuestros pies se extiende un valle cóncavo, que con dificultad divisamos cuando hay un claro entre la bruma. Al fondo aparece el núcleo urbano de San Pedro, y más allá el océano. Pero todavía impacta más la cercana cascada del Chorro del Cedro, que se precipita desde más de 150 metros de altura en una caída casi vertical. El lugar quita el aliento.
Muy arriba ha quedado la laurisilva y sus eternas nieblas; ahora tiene lugar una vegetación subtropical propiciada por el clima benigno de las tierras bajas. El aguzado Roque de San Pedro, una antigua chimenea volcánica de aspecto imponente, marca el final del trayecto. Es hora de regresar al hostal. Y mañana más aventurillas...