viernes, 9 de abril de 2010

La Gomera








Una vez más ponemos rumbo a las islas Canarias, sabedores de que allí nos aguarda un paisaje único, espectacular, cuya Naturaleza desbordante hará vibrar nuestro ánimo. La emoción por lo vivido, por lo contemplado, siempre nos ha invadido cada vez que hemos desembarcado en el archipiélago.
Ya se recorta en el horizonte la accidentada geografía de La Gomera. Desde la proa del ferry oteamos la silueta de las montañas difusa por la calima, y tras ellas más montañas de cimas ocultas por bandas nubosas que rara vez desaparecen de las partes más elevadas de la isla. Mañana estaremos allí arriba.
Atracamos en el pequeño puerto de San Sebastián de La Gomera. La ciudad se eleva por las acusadas laderas, como si todas esas casitas de colores se disputaran las mejores vistas sobre el anchuroso atlántico. Nosotros, sin embargo, vamos a la zona baja de la capital en busca de un antiguo hostal situado en la peatonal Calle Real.
A la mañana siguiente, la "guagua" se aleja de San Sebastián remontando una carretera de sempiternas curvas. En poco tiempo ganamos desnivel, dejando el mar muy bajo y elevándose por unos frondosos montes donde al momento hacen acto de presencia las persistentes nieblas de Garajonay. A nuestra derecha profundos barrancos caen de forma vertiginosa, y de tanto en tanto, cuando se abre algún claro entre la espesa bruma, divisamos agrestes paredones que confieren un ambiente muy salvaje al famoso parque nacional.
El autobús prosigue su camino. Nos hemos apeado en un cruce de carreteras, sin más compañía que un viento helado y esas cortinas de niebla que van y vienen. No vemos a nadie en los alrededores. El céfiro silba con pesadumbre y una agradable sensación de absoluto desamparo nos asalta. Esta soledad no tiene precio. Estamos en la zona más alta del Parque Nacioanal de Garajonay, donde la vegetación es muy densa y casi se vuelve selvática. Tenemos el inconveniente de que la visibilidad queda reducida a medio centenar de metros, por lo que nos perdemos las vistas que se abren valle abajo que, a buen seguro, deben ser sublimes. Pero ya se sabe que éste es reino de nubes.
No tardamos en encontrar el bien señalizado sendero que se interna en la espesura. El decorado que nos envuelve es mágico. La "selva", regada constantemente por la húmeda neblina que traen los vientos alisios, se compone de túneles vegetales: helechos, brezos, laureles, acebiños...; troncos retorcidos donde crece el musgo y penden fantasmagóricas barbas; ramas entrelazadas que son mecidas por capricho del viento y que provocan misteriosos crujidos. Este bosque parece tener vida...
Hemos atravesado el llamado Bosque del Cedro, surcado por el arroyo homónimo, en pleno corazón de la laurisilva. En el lecho del río la laurisilva alcanza su máximo esplendor con los viñátigos, árboles que superan los treinta metros de altura. Alcanzamos más tarde una especie de balconada rocosa, siempre rodeados por la extrema frondosidad del manto vegetal. A nuestros pies se extiende un valle cóncavo, que con dificultad divisamos cuando hay un claro entre la bruma. Al fondo aparece el núcleo urbano de San Pedro, y más allá el océano. Pero todavía impacta más la cercana cascada del Chorro del Cedro, que se precipita desde más de 150 metros de altura en una caída casi vertical. El lugar quita el aliento.
Muy arriba ha quedado la laurisilva y sus eternas nieblas; ahora tiene lugar una vegetación subtropical propiciada por el clima benigno de las tierras bajas. El aguzado Roque de San Pedro, una antigua chimenea volcánica de aspecto imponente, marca el final del trayecto. Es hora de regresar al hostal. Y mañana más aventurillas...

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