jueves, 28 de enero de 2010

Treinta y nueve


"Un paisaje no es sólo aquello que se ve con los ojos."
(Gaston Rébuffat)

foto: Pic de l´Esquella (Andora)

Hesse






A priori -y esto supone un craso error-, no hay mucho que nos atraiga de Hesse, un Estado Federal situado en el centro de Alemania y que cuenta con 6.000.000 de habitantes, cuya potente economía se basa en las finanzas y en los sectores químicos, electrónicos, de automoción y maquinaria. A excepción de Frankfurt, no apostamos demasiado por el resto de la región, aunque bien sabemos que a fin de cuentas a cualquier lugar se le puede extraer algo interesante.
En estos días de otoño los cielos son grises y lluviosos, como corresponde al país germánico. El frío se deja sentir y a ratos sopla un furioso viento del norte. De hecho, en Hamburgo y en diversos puntos del Mar del Norte están teniendo serios problemas con el temporal. Aquí, en Hesse, la situación está más tranquila.
El clima desapacible nos acompaña en todo momento, poniendo un contrapunto desangelado a nuestros paseos en el S-Bahn, el tren de cercanías. Tras los amplios ventanales del vagón se despliega un paisaje industrial alternado con verdes campiñas, masas forestales de hoja caduca y suburbios a la vera del Main, todo ello bajo nubarrones que presagian otra jornada pasada por agua. Desde luego que este decorado tan previsible no despierta en nosotros emoción alguna, pero igualmente intuimos que le sacaremos provecho al viaje.
Y así lo confirmamos nada más poner los pies en Wiessbaden, sorprendidos por la elegancia de los edificios de corte clásico que nos guían hasta Markplatz y su imponente palacio. El Alte Rathaus (1609), la iglesia luterana con su campanario de 98 metros de altura y los callejones del pequeño casco antiguo también resultan una grata sorpresa, así como el mercado bajo tierra, la fuente Baker´s, las aguas termales que brotan a 66º, el parque Warmer Damm y por supuesto el puente romano.
Recorremos una porción de Hesse visitando poblaciones como Darmstadt y Hanau. La primera es colonia de artistas "art nouveau", y en la segunda nacieron nada menos que los hermanos Grimm. Hay igualmente fotogénicos castillos y pueblitos con sabor medieval, bosques para relajarse de la gran ciudad y museos aquí y allá. Está claro que a una región altamente industrial se le puede sacar partido. Y Alemania tiene mucho que ofrecer.

martes, 19 de enero de 2010

Treinta y ocho


"Terrible o no, difícil o no, lo bello, noble, religioso y místico es ser feliz."
(Arnaud Desjardins)

foto: Pic del Port Vell (Andorra)

Islandia













Hemos venido a Islandia con el firme propósito de dejar llevarnos por la imaginación, guiados -como no- por las repetidas lecturas de "Viaje al Centro de la Tierra". ¿Cuántas veces habré leído la afamada obra de Julio Verne? ¿Cuatro?, ¿cinco veces?, pienso mientras iniciamos nuestro periplo islandés en Reykjavík, septentrional urbe que aún permanece dormida a primeras horas de un sábado.
Islandia pone el escenario y uno añade la imaginación, pues tan extraña y misteriosa es la isla que no cuesta mucho creerse que estamos inmersos en una aventura literaria, siendo nosotros los protagonistas de ésta y cuyo final sólo podrá desvelarse una vez concluya el viaje. Prueba de ello es el hecho de que todavía no hemos digerido un asombroso paisaje que ya estamos metidos en otro más espectacular que el anterior. Me explico. Los fiordos y su accidentada costa -casi siempre envuelta entre brumas- nos deja boquiabiertos; en ese mismo día podemos estar sobre un gigantesco glaciar y la jornada siguiente coronando un solitario volcán o perdiéndonos entre las fumarolas de Krafla. El Parque Nacional Skaftafell te hace sentir que estás en el fin del mundo cuando te encuentras rodeado de hielo y muy lejos han quedado las multitudes. Las sucesivas cataratas que hay a lo largo del país impresionan y mucho. Es patria de elfos y vikingos, de leyendas y de sagas. Muchos habitantes creen los trolls y otros habitantes de las tinieblas. El clima es impredecible, y puedes -afortunadamente- verte en la más absoluta soledad, sin que haya ningún ser humano en muchos kilómetros a la redonda. No creo que se necesiten más alicientes para hacer volar la imaginación.
Tras días y días viviendo en plena y salvaje Naturaleza, la catarata de Skógafoss pone el punto y final a este singular viaje. Como si cerrásemos definitivamente un libro, volvemos a la realidad sabedores de que hemos vivido uno de los capítulos más interesantes de nuestra existencia.

Treinta y siete


"Todos los hombres buscan un camino que nadie sabe dónde acaba y probablemente, no lleva a ningún sitio, pero ayuda a construir una vida."
(Andrés Nadal)

foto: estany del Querol (Andorra)

Túnez






Nos encontramos en el norte de Túnez, disfrutando de la costa y su moderado invierno tan propio de estas latitudes. El tiempo transcurre felizmente regateando en los comercios de Nabeul, visitando las ruinas de Neapolis y haciendo varias incursiones a Hammamet y su agradable medina. Todo muy bonito y enriquecedor, pero demasiado sosegado para lo que estamos acostumbrados. Buscamos algo que nos despierte las emociones, que nos haga vibrar de verdad. Y sabemos que eso únicamente podemos encontrarlo tomando rumbo sur. Hemos sentido la llamada del desierto.
Viajando a través de extensos campos de olivos llegamos a El-Jem y su fastuoso coliseo romano, que llegó a ser con un aforo de 30.000 personas el tercero más grande de la época. Nuevamente en camino, nos percatamos que conforme avanzamos hacia el sur los campos de olivos van desapareciendo, dejando lugar a una tierra reseca e incluso a los mágicos y ondulantes trazos de la arena. Buena señal.
Gabes, Matmata, Tamerzat, Douz... son poblaciones en las que hacemos un alto, hasta que en esta última realizamos lo que tanto ansiábamos: que nuestras efímeras huellas quedasen plasmadas en la vastedad del desierto. Ante nuestra atónita mirada, alzados sobre una elevada duna, se extiende un inabarcable mar de arena. El Sahara se nos descubre poderoso, infinito y de una belleza extrema.
Lo que sí nos descoloca en cierta medida es que la lluvia nos coge en el Sahara. Desde luego no se trata de ningún fenómeno excepcional, pero lo cierto es que no contábamos con ello. Y con esos inoportunos chubascos proseguimos el resto del viaje, aunque sin llegar a obstaculizarnos en nuestras visitas al Chott el-Jerid -un lago de sal de 5.000 kilómetros cuadrados- y las laberínticas gargantas de Chebika, muy cerca ya de la frontera con Argelia.
De este viaje nos llevaremos el imborrable recuerdo de un desierto que no parece tener fin, y unos gramos de arena dorada vertida en un pequeño frasco de cristal, que hoy día preside solemnemente un estante de nuestro comedor. Y así, cuando mi mirada se posa sobre esa botellita, sueño una vez más con la estremecedora magnitud del Sahara. Es la llamada del desierto.

lunes, 18 de enero de 2010

Treinta y seis


"Para mí la soledad es la esencia de la montaña."
(Albert Jané)

foto: la muralla mágica (Serra del Cadí)

Castillos del Lora





Reyes, príncipes y nobles dilapidaron enormes fortunas -que en muchas ocasiones salían directamente de las arcas del Estado- por el mero hecho de construir un "château" más grande y más pomposo que el de su vecino. Cuanto más majestuoso era el castillo, mayor poder mostraba su propietario.
Con esta premisa, el Valle del Loira (centro de Francia) quedó a partir del siglo XV sembrado de suntuosas edificaciones donde tuvieron lugar adulterios, conspiraciones y, en alguna que otra ocasión, incluso asesinatos. Algunos eran habitados unos pocos días al año, en otros se organizaban cacerías en los bosques privados -algo que todavía sigue vigente-, y en muchos hubieron fiestas donde, evidentemente, acudía lo más alto de una sociedad corrompida. Pese a todo, gracias al legado de aquella época, la región del Loira es una de las más visitadas del país, pues no en vano esta fértil y hermosa tierra cuenta con una increíble concentración de castillos -a cuál más bello- en un tramo no excesivamente grande del famoso río.
Ha irrumpido la primavera como sólo ella sabe hacerlo, llena de vida, de color, dejando atrás la quietud de un invierno que a muchos desagrada. En el esplendor de esta estación seguimos el curso del Loira, desde Orleans a Angers palpando el peso de la historia, donde Juana de Arco, Leonardo da Vinci o Francisco I -por citar unos pocos- dejaron su impronta. Por cierto, hay que señalar que este valle es Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO. Y en este viaje de ensueño, capaz de transportarnos a épocas lejanas, quedamos prendados de una arquitectura que estremece incluso a los espíritus más insensibles. "Château" tras "château" (Chambord, Cheverny, Chenonceau, Azay-le-Rideau, Rigny-Ussé... y otros menos conocidos) vamos descubriendo puentes levadizos, fosos, delicados jardines, un mobiliario de valor incalculable y unas soberbias fachadas que quitan el aliento. Y todo rodeado de verdes campiñas, pueblos encantadores y el sosegado discurrir de un río que, señorial y moderadamente caudaloso, pone el broche de oro a una tierra que enamora.

viernes, 15 de enero de 2010

Treinta y cinco


"Ningún saber, por extenso que sea, permite alcanzar la plenitud de la sabiduria sin el conocimiento de sí mismo."
(Bernardo de Claraval)

foto: puente sin fin (Alt Urgell)

Patagonia (tercer viaje)









Tan fascinante nos parece esta legendaria tierra que la visitamos por tercera vez. Patagonia es poderosamente atractiva porque reúne ciertas características: inmensa, remota, gélida, salvaje, reseca unas veces y llena de verdor en otras, esteparia y montañosa a la vez, plagada de leyendas y crueles historias, patria de indios casi aniquilados y propiedad de terratenientes, hogar de vientos perpétuos, el mate, los gauchos, el Cerro Torre, los ñandúes y el acecho del puma, una densidad de población ridícula...
Y espero que haya una cuarta vez...
Vamos de sorpresa en sorpresa, expectantes ante todo lo que diariamente descubrimos, porque cada día se nos antoja único y mágico. Patagonia es así de especial, no da tregua ni respiro que valga; una jornada tras otra es memorable y repleta de aventuras. Unas veces son los glaciares que quitan el aliento, otras la verticalidad del granito. Hay ocasiones en que nos vemos obligados a no abandonar la tienda de campaña y esperar a que amaine el temporal, y aún así no hay tiempo para el aburrimiento porque no sabemos si el céfiro se va a llevar nuestro vulnerable cobijo de nylon. Es entonces cuando toca racionar la comida y pasar algo de hambre, cuando hay que hacer gala de una paciencia y entereza más que imprescindible.
La mítica ruta 40, que recorre Argentina de norte a sur, ya estremece sólo de pensar que alguien pudiera tener cualquier contratiempo transitando por la solitaria Patagonia. Y de ello somos testigos cuando ayudamos a un hombre tirado en la cuneta. Su vehículo ha volcado y sobre el ripio se esparce toda una suerte de cristales, retrovisores y demás restos metálicos. Nos sonrie al vernos aparecer, consciente de que podría estar más tiempo del que ya ha estado sin que nadie pudiera socorrerle.
Patagonia forja el carácter, en especial de los que viven allí; y si no que se lo digan a los que trabajan en las grandes estancias. Sumamente reservados, hospitalarios y libres pero embrutecidos por una soledad de las que pocos pueden adaptarse. Mi más sincero respeto por todos ellos.
Y desde aquí brindo con mate por Humberto Chaura, que tanto nos facilitó las cosas en nuestros andares patagónicos.

Treinta y cuatro


"Aquí, en este lugar salvaje, luminoso y sin fin, me sentía transportado más lejos que nunca del mundo del hombre."
(Herman Hesse)

foto: el fantasma (Alt Urgell)

Varsovia








La historia más reciente de Varsovia pesa demasiado como para obviarla. Hemos venido a esta ciudad sin las pretensiones de admirar grandes monumentos o sentirnos atrapados por el hechizo de una urbe que enamora incluso antes de visitarla. Este no es el caso.
Para conocer y comprender Varsovia hay que remontarse a la década de los años cuarenta del siglo pasado, momento en el que sufrió una devastación casi total. El 85% de la capital quedó en ruinas una vez terminada la Segunda Guerra Mundial. Por ello, es muy importante cuando se visita el casco antiguo tomar conciencia que éste ha sido restaurado por completo y el arduo trabajo que ello ha supuesto. Aunque casi nada queda del gueto, no hay que olvidar el drama que allí se vivió. Y cuando se divisa el extenso manto urbano desde el rascacielos del Palacio de la Cultura y las Ciencias, se debe pensar que Varsovia ha renacido de sus cenizas y desear de todo corazón que nunca más vuelva a estar sometida ni por alemanes ni rusos ni por nadie más.
Por supuesto, no todo es drama a orillas del Vístula, ¡faltaría más! No hay que perderse el Palacio Lazienki, edificio neoclásico construido sobre un lago que se haya en un gran parque donde en verano se puede asistir en directo a conciertos que interpretan obras de Chopin, junto a la estatua erigida en memoria del célebre compositor. Destaca también el Palacio Namienstnikowski -donde tuvo lugar la firma del Pacto de Varsovia- el hotel Bristol, la Universidad de Varsovia, el Palacio Staszic y el monumento a Copérnico, el Gran Teatro y un buen número de interesantes iglesias; y esto sólo por poner un ejemplo.
Nosotros, por aquello de conocer algo más la ciudad -allí donde ésta no suele aparecer en las guías de viaje-, nos alojamos en un hotel de la orilla oriental del Vístula, en una barriada popular que bulle de vida tanto en la calle como en los mercados. A excepción de un templo ortodoxo y un monumento al Ejército Rojo no hay mucho más que atraiga la atención del turista, sin embargo es un punto excelente para seguir de cerca la cotidianidad de la gente del este, que a fin de cuentas tiene preocupaciones y formas de vida muy similares a la nuestra.
Un equipaje sospechoso abandonado en la planta superior del aeropuerto de Varsovia ha llevado al desalojo de esa zona. Tal vez no se trate de una bomba, pero lo que está claro es que el pánico también se ha globalizado. No obstante, la capital polaca goza de la misma seguridad y tranquilidad que otras muchas metópolis del planeta.

Treinta y tres


"Cada individuo aporta al mundo su contribución única."
(Jack Kornfield)

foto: muy altos (Barcelona)

Estambul








Constantinopla, Bizancio, Estambul... Cada época estuvo ligada a un nombre, a una conquista, pero jamás dejó de brillar con luz propia esta perla situada entre dos continentes. Siempre seduce su hipnótica estampa de caos y exotismo a orillas del Bósforo y poblada por doce millones de habitantes.
Hasta aquí han llegado artistas e intelectuales que han acabado echando raices; tal vez el skyline de minaretes y cúpulas, la actividad frenética de Eminönü y el aroma de pescado a la plancha flotando en el ambiente mientras la voz del almuecín llama a la oración ha embrujado de tal forma que más de uno haya hecho de Estambul su hogar. Pierre Loti supo mucho de esto, pues el Cuerno de Oro le sirvió de inspiración para mostrar al mundo su talento como escritor.
No es nuestro caso, desde luego que no, mas somos simples turistas que durante una semana de prolongadas horas de caminata -entre nueve y diez horas diarias- queremos abarcar todo lo que esta urbe es capaz de ofrecernos, que no es poco. A decir verdad, para conocer Estambul a fondo habría que vivir en ella. También es erdad que ya sentíamos fascinación por esta ciudad mucho antes de visitarla; hasta nuestros oídos llegaban una y otra vez elogios de incluso viajeros poco amantes de las grandes metrópolis.
Y una vez sobre el terreno caemos rendidos de admiración pese a que prima el desorden, el ruido y un exceso de gente por todos lados. El Gran Bazar y el Bazar Egipcio es motivo de una visita tras otra, pero también lo es el sinfín de callejuelas en las que uno acaba perdiéndose expresamente para mezclarse con la población local. Las Delicias Turcas hacen precisamente eso, las delicias a nuestro paladar, lo mismo que el té de manzana.
No hay mezquita que no nos llame la curiosidad, aunque verlas todas es imposible porque en la ciudad se concentran miles de ellas. Üsküdar, ya en la orilla asiática, igualmente entra en nuestros planes, pues se aleja convenientemente de todo recorrido turístico. Istiklâl, calle saturada de comercios, no se diferencia mucho de las que podemos encontrar en occidente, pero la torre Gálata y el puente del mismo nombre -abarrotado de pescadores-, así como la arquitectura tradicional otomana nos recuerdan que estamos en la puerta de oriente