sábado, 9 de enero de 2010

Norte de Portugal







Los concisos trayectos en tren por el norte de Portugal nos permiten descubrir una región muy fértil, muy verde y sin grandes desniveles, así como se hace patente la elevada densidad de población, incrementándose ésta a medida que vamos acercándonos a Oporto. Las brumas surgidas del río Duero también nos acompañan día tras día, si bien siempre acaba imponiéndose un sol que a principios de Septiembre llega a ser un incordio.
Qué le voy a hacer, no me gusta el vino... Y eso es imperdonable encontrándose uno en Vila Nova de Gaia, allí donde se concentran un montón de bodegas desde mediados del siglo XVIII. Un ambiente vinícola lo impregna todo: calles, el turismo e incluso el Duero, con las barricas a bordo de los barcos rabelos y bajo la imponente presencia del puente Dom Luis I.
A Oporto se le coge un cariño especial, si bien hay razones diversas para ello. Por un lado, es una ciudad incríblemente fotogénica, con miles de detalles donde apuntar con la cámara; lo mismo sucede con su trazado urbano, que se abre bruscamente para dar paso al río Duero y así deleitarnos con unas vistas fantásticas. El otro motivo es que Oporto, como buena parte de Portugal, conserva el gusto por lo añejo, como si sus habitantes se resistiesen a entrar de lleno en la era de la globalización. Creo que es de agredecer que aún quede algo de sensatez en el mundo occidental.
No es exagerada tal afirmación, pues buena parte del comercio de Oporto tiene ya sus años de historia; eso salta a la vista dando una vuelta por el centro o por Ribeira, el casco antiguo. No hay más que echar un vistazo a las modernistas confiterías o los clásicos cafés donde da la impresión de que el tiempo se ha detenido. Igualmente, la fisonomía de la urbe es de lo más pintoresco. Las viejas viviendas se alínean unas junto a las otras mostrando fachadas engalanadas de azulejos, la colada pendiendo en el exterior y las buhardillas asomándose a un mar de tejas rojas.
Con pretensiones parisinas, la Avenida Aliados y sus bellos edificios presumen de elegancia, mientras que el regio Ayuntamiento cierra un extremo del paseo. Nada que ver, aunque igualmente impactante, es la Casa da Música, un auditorio futurista de forma cúbica y tan blanco como la nieve. Y para buenas vistas, la Torre dos Clérigos y su escalera de caracol de 225 peldaños.

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