viernes, 8 de enero de 2010

Senegal






África y su hechizo se nos descubre a ambos lados de la carretera. No falta la colorida aglomeración humana ni los camiones exageradamente atiborrados de fardos, arterias sin asfaltar y puestos ambulantes en los que se vende de todo. Cheikhna, el amable guía que hemos contratado en plena calle, nos va desvelando todas aquellas dudas que tenemos sobre el país mientras se despliega un escenario variopinto tras las ventanillas del Peugeot.
Circulamos por un paisaje llano y reseco, donde crece el venerado baobab y se vive en humildes chozas. La mente se enriquece con un buen número de estampas típicamente africanas, pues, a poco que uno se fije, aparecen cientos de detalles que nada tienen que ver con el "primer mundo" de donde venimos.
Senegal es el resumen de lo que andamos buscando, de la esencia de una sociedad abierta y hospitalaria, viva y alegre pese a los manotazos del destino. El tráfico de esclavos no pasó de largo -la isla de Gorée es un buen ejemplo-, ni mucho menos el dominio occidental ni la corrupción de hoy día. Y sin embargo, a pesar de una más que patente pobreza, nunca falta la sonrisa, y cualquier gesto de generosidad por parte del turista siempre será correspondido por el lugareño.
Los mercados multicolores, la llegada de las piraguas con la pesca del día, el incesante ajetreo de Dakar, la vida en las cabañas, la fauna salvaje, compartir el té en una sencilla morada donde se hacinan sus inquilinos, navegar por el delta del Siné y el Saloum, nuestro vehículo atrapado por las arenas del Lago Rosa, las mujeres moliendo grano en Joal-Fadiout, el laberinto de etnias, la humedad asfixiante y unas lluvias tan ridículas como anheladas, los baobabs y las acacias, la hospitalidad y una miseria que remueve la conciencia... No es poco lo que hemos encontrado, lo que hemos vivido en Senegal.

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