martes, 19 de enero de 2010

Túnez






Nos encontramos en el norte de Túnez, disfrutando de la costa y su moderado invierno tan propio de estas latitudes. El tiempo transcurre felizmente regateando en los comercios de Nabeul, visitando las ruinas de Neapolis y haciendo varias incursiones a Hammamet y su agradable medina. Todo muy bonito y enriquecedor, pero demasiado sosegado para lo que estamos acostumbrados. Buscamos algo que nos despierte las emociones, que nos haga vibrar de verdad. Y sabemos que eso únicamente podemos encontrarlo tomando rumbo sur. Hemos sentido la llamada del desierto.
Viajando a través de extensos campos de olivos llegamos a El-Jem y su fastuoso coliseo romano, que llegó a ser con un aforo de 30.000 personas el tercero más grande de la época. Nuevamente en camino, nos percatamos que conforme avanzamos hacia el sur los campos de olivos van desapareciendo, dejando lugar a una tierra reseca e incluso a los mágicos y ondulantes trazos de la arena. Buena señal.
Gabes, Matmata, Tamerzat, Douz... son poblaciones en las que hacemos un alto, hasta que en esta última realizamos lo que tanto ansiábamos: que nuestras efímeras huellas quedasen plasmadas en la vastedad del desierto. Ante nuestra atónita mirada, alzados sobre una elevada duna, se extiende un inabarcable mar de arena. El Sahara se nos descubre poderoso, infinito y de una belleza extrema.
Lo que sí nos descoloca en cierta medida es que la lluvia nos coge en el Sahara. Desde luego no se trata de ningún fenómeno excepcional, pero lo cierto es que no contábamos con ello. Y con esos inoportunos chubascos proseguimos el resto del viaje, aunque sin llegar a obstaculizarnos en nuestras visitas al Chott el-Jerid -un lago de sal de 5.000 kilómetros cuadrados- y las laberínticas gargantas de Chebika, muy cerca ya de la frontera con Argelia.
De este viaje nos llevaremos el imborrable recuerdo de un desierto que no parece tener fin, y unos gramos de arena dorada vertida en un pequeño frasco de cristal, que hoy día preside solemnemente un estante de nuestro comedor. Y así, cuando mi mirada se posa sobre esa botellita, sueño una vez más con la estremecedora magnitud del Sahara. Es la llamada del desierto.

No hay comentarios:

Publicar un comentario