sábado, 9 de enero de 2010

La Palma






Es enero y nos encontramos en la isla de La Palma, o lo que es lo mismo, "la isla bonita", como la llaman los canarios. Partimos de la capital tomando rumbo norte, a través de una ruta muy larga, tortuosa y espectacular. Nada más abandonar Santa Cruz la costa se convierte en una sucesión de acantilados y escabrosos barrancos cubiertos de vegetación.
El asfalto serpentea por capricho de estas abruptas vaguadas en las que, como indica su accidentada orografía, el agua corre con furia inusitada en días de tormenta. Y son muchos, muchísimos los barrancos que vamos sorteando, los cuales descienden vertiginosamente de las altas cumbres para morir en el mar sin que haya ninguna planicie o valle transversal de por medio. Más adelante aparecen plantaciones de plataneras, formando una inmensa alfombra verde que se extiende por el litoral, entre la carretera y el océano. Tenagua, Mirca, Puntallana... son pequeñas localidades que vamos dejando atrás.
Hacemos cambio de vehículo en Los Sauces, y con un minibús ocupado por sólo cinco pasajeros, que amenizan el trayecto hablando de un vecino que recientemente se ahorcó y de otro que murió envenenado, arribamos a la aldea de Santo Domingo de Garafía. Hace viento y frío, llueve con ganas y pocos son los que se dejan ver por la calle.
Caminamos con el vendaval de cara, primero por una maltrecha pista y luego tomando unos atajos que discurren entre cornicales, taibas y cardones, siempre en franco descenso y con la mirada puesta en un mar que se muestra de muy malas pulgas. Nos asomamos con prudencia sobre los oscuros acantilados que, majestuosos, se levantan por encima del encrespado Atlántico. El espectáculo es sobrecogedor: un intenso oleaje choca con violencia contra el vertical islote de Taibas, en cuya base hay una cueva que comunica ambas vertientes. Hacia el norte se despliega el alargado Roque del Guincho, y hacia el sur está el encrespado Roque de Santo Domingo, frente a la homónima punta. No tardamos en llegar al mirador del Serradero, obteniendo una incomparable vista de los islotes y la costa que, hacia una dirección y otra, se muestra tan atormentada como salvaje. La emoción que nos embarga es indescriptible.
Final del trayecto. Con un clima muy adverso que acentúa lo remoto del lugar, descubrimos unos viejos almacenes excavados en la roca, donde antaño se comerciaba e incluso la gente se embarcaba para trasladarse a Santa Cruz de La Palma, en aquellos tiempos en los que el norte de la isla no estaba comunicado por carretera. Y de eso no hace tantos años, en la década de los cincuenta del siglo pasado. Por eso este lugar es conocido como el Proís de Santo Domingo, que no es otra cosa que un diminuto puerto. Cabe también destacar que aquí tuvieron lugar unos cuantos naufragios, cosa nada extraña al ver como el mar está empecinado en estrellarse una y otra vez contra estos gigantescos y cenicientos acantilados. Nos detenemos un instante, pese a la lluvia que cae, a contemplar este tesoro de la Madre Naturaleza que ojalá nunca sea alterado por la mano del hombre.
Aparece el rayo y retumba el trueno. Graniza por momentos. Es hora de marchar.

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