Diez años atrás, la isla de Sal (Cabo Verde) gozaba de una relativa tranquilidad, si bien ya comenzaban a aflorar los complejos turísticos que el capital extranjero invertía con la vista puesta en un futuro prometedor. Hoy día no sé a ciencia cierta cuánta paz se respirará por allí, pero mucho me temo que la avalancha de apartamentos y hoteles haya ido a más. Ojalá que me equivoque.
Lo que sí sé de manera fehaciente es que antaño podías disfrutar de una kilométrica playa para ti solo en Santa María; bastaba alejarte un poco de su núcleo principal para tener por única compañía las dunas, los vientos alisios y un mar que, aunque un poco revuelto, presumía de tener aguas cristalinas y bancos de peces en la misma orilla. Recuerdo también un paisaje sumamente árido y llano, sólo alterado por unos picachos de modestísima altura, pero que semejaban más elevados de lo que eran porque despuntaban directamente de la yerma planicie.
Pedra Lume tenía una apariencia fantasmagórica y volcánica, mientras que en Espargos se vivía de una manera relajada. El océano rompía con fuerza en Buracona; en Palmeira degustabas un marisco exquisito a precio asequible. De una iglesia de Santa María surgían celestiales coros de feligreses, tal vez dedicados a todos aquellos que un día se vieron obligados a emigrar, ya que hay más caboverdianos fuera del país que dentro de él. Las viejas viviendas eran coloridas por su pasado portugués; los niños correteaban alegremente por la calle y los lugareños veían la vida pasar de una manera sosegada, muy diferente a como estamos acostumbrados en occidente.
El turismo sostenible sería un buen sistema para la isla y sus habitantes. Pero cierto es que el dinero no respeta a nada ni a nadie. Y por lo general, en un país con pocos recursos -África sabe mucho de esto-, los dividendos van a parar a manos de unos pocos en detrimento de la población local. ¿Será la isla de Sal una excepción?
Lo que sí sé de manera fehaciente es que antaño podías disfrutar de una kilométrica playa para ti solo en Santa María; bastaba alejarte un poco de su núcleo principal para tener por única compañía las dunas, los vientos alisios y un mar que, aunque un poco revuelto, presumía de tener aguas cristalinas y bancos de peces en la misma orilla. Recuerdo también un paisaje sumamente árido y llano, sólo alterado por unos picachos de modestísima altura, pero que semejaban más elevados de lo que eran porque despuntaban directamente de la yerma planicie.
Pedra Lume tenía una apariencia fantasmagórica y volcánica, mientras que en Espargos se vivía de una manera relajada. El océano rompía con fuerza en Buracona; en Palmeira degustabas un marisco exquisito a precio asequible. De una iglesia de Santa María surgían celestiales coros de feligreses, tal vez dedicados a todos aquellos que un día se vieron obligados a emigrar, ya que hay más caboverdianos fuera del país que dentro de él. Las viejas viviendas eran coloridas por su pasado portugués; los niños correteaban alegremente por la calle y los lugareños veían la vida pasar de una manera sosegada, muy diferente a como estamos acostumbrados en occidente.
El turismo sostenible sería un buen sistema para la isla y sus habitantes. Pero cierto es que el dinero no respeta a nada ni a nadie. Y por lo general, en un país con pocos recursos -África sabe mucho de esto-, los dividendos van a parar a manos de unos pocos en detrimento de la población local. ¿Será la isla de Sal una excepción?
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