miércoles, 16 de diciembre de 2009

Cabo Verde






Diez años atrás, la isla de Sal (Cabo Verde) gozaba de una relativa tranquilidad, si bien ya comenzaban a aflorar los complejos turísticos que el capital extranjero invertía con la vista puesta en un futuro prometedor. Hoy día no sé a ciencia cierta cuánta paz se respirará por allí, pero mucho me temo que la avalancha de apartamentos y hoteles haya ido a más. Ojalá que me equivoque.
Lo que sí sé de manera fehaciente es que antaño podías disfrutar de una kilométrica playa para ti solo en Santa María; bastaba alejarte un poco de su núcleo principal para tener por única compañía las dunas, los vientos alisios y un mar que, aunque un poco revuelto, presumía de tener aguas cristalinas y bancos de peces en la misma orilla. Recuerdo también un paisaje sumamente árido y llano, sólo alterado por unos picachos de modestísima altura, pero que semejaban más elevados de lo que eran porque despuntaban directamente de la yerma planicie.
Pedra Lume tenía una apariencia fantasmagórica y volcánica, mientras que en Espargos se vivía de una manera relajada. El océano rompía con fuerza en Buracona; en Palmeira degustabas un marisco exquisito a precio asequible. De una iglesia de Santa María surgían celestiales coros de feligreses, tal vez dedicados a todos aquellos que un día se vieron obligados a emigrar, ya que hay más caboverdianos fuera del país que dentro de él. Las viejas viviendas eran coloridas por su pasado portugués; los niños correteaban alegremente por la calle y los lugareños veían la vida pasar de una manera sosegada, muy diferente a como estamos acostumbrados en occidente.
El turismo sostenible sería un buen sistema para la isla y sus habitantes. Pero cierto es que el dinero no respeta a nada ni a nadie. Y por lo general, en un país con pocos recursos -África sabe mucho de esto-, los dividendos van a parar a manos de unos pocos en detrimento de la población local. ¿Será la isla de Sal una excepción?

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