viernes, 18 de diciembre de 2009

Isla de Lobos





A bordo del "Majorero" ponemos proa hacia la isla de Lobos, situada a seis kilómetros de la costa noreste de Fuerteventura. El mar está en calma, de un azul profundo, destacando claramente a nuestras espaldas las blancas arenas de las dunas de Corralejo, que van quedando atrás conforme nos acercamos a la pequeña isla de 4,5 kilómetros cuadrados.
Nada más poner pie en tierra firme nos da la bienvenida la estatua dedicada a Josefina Pla, la escritora Uruguaya que nació por estos lares. La mayoría de turistas que acaba de desembarcar, pertrechados con sombrillas y toallas, ha llegado hasta aquí por el mero hecho de pasar el día en la diminuta playa de la Concha. Nosotros, por el contrario, optamos por achicharrarnos de calor y terminar con las existencias de agua que llevamos en las cantimploras en pos de conocer la isla de la que ya supimos su existencia años atrás leyendo a Vázquez Figueroa.
Por aquí andan todavía un par de familias emparentadas entre sí, descendientes del último farero de la isla, y que hoy día regentan una pequeña tasca cuya especialidad es el arroz marinado. En el puertito hay unos chamizos muy acordes con la ésteril tierra que pisamos. En una calita contigua, de aguas mansas y transparentes, unos niños se bañan alegremente junto a los fondeados botes de madera. Viéndolos divertirse, lejanos del mundanal ruido y la contaminación, uno se pregunta si éste no será una especie de paraíso. Luego, nos encontramos con Las Lagunitas, unas marismas de agua salada que se llenan con la subida de las mareas y que atrae a numerosas aves costeras.
El paisaje resulta salvaje a la par que encantador. Puro desierto. Roca volcánica, colinas pedregosas y matorrales brotando de un suelo del todo arenoso.
Alcanzamos el Faro Martiño, donde no podemos proseguir en dirección norte porque la tierra se acaba para dar paso a la inmensidad del océano. Atisbamos ahora la costa lanzaroteña; allí está la población de Playa Blanca y unas montañas de cierta altura confundiéndose con el brumoso cielo. El faro nos proporciona una generosa sombra donde descansar e hidratarnos las resecas gargantas. También nos ofrece una elevada posición para vislumbrar un horizonte extraño y un tanto misterioso. Lobos es así, prodigio de volcanes y hecho a medida para todo aquel que aprecie la soledad, la nada absoluta.
Una prolongada arista nos ha conducido a lo alto de La Caldera, donde en la alargada cima hay un índice geodésico. En la vertiente norte de la erosionada montaña, muy abajo, a la vera del mar, existe una cala de aguas turquesas y acceso restringido. Antaño fue morada de lobos marinos -de ahí el nombre de la isla- que, aunque ya desaparecidos, parece ser que hay planes de reintroducción.
El "Majorero" nos lleva de regreso a Fuerteventura. En una taberna portuaria brindamos por la excursión del día. ¡A la salud del desierto y la soledad!

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