miércoles, 30 de diciembre de 2009

Panamá (II)







Una vez hemos recorrido Panamá city, de un extremo a otro -con exceso de bochorno incluido-, llega el momento de movernos por los alrededores. Por supuesto, aquí el clima tropical es igualmente implacable, pero al menos no se padece el tráfico y el ruido de la capital, lo que ya supone un claro alivio.
Como no podía ser de otra manera, no pasamos por alto la visita al Canal de Panamá; eso sería del todo imperdonable. Uno de los puntos principales de acceso -sino el que más- son las esclusas de Miraflores, donde se haya el centro de visitantes del mismo nombre. Desde la terraza pueden contemplarse el lento paso de los navíos a través de las esclusas, mientras por babor y estribor son arrastrados por potentes locomotoras. En el cine de la planta baja se proyecta un cortometraje que repasa la historia del canal, así como hay un pequeño pero completo museo. No es que el lugar irradie una suprema belleza, desde luego que no es así, pues buques, contenedores e instalaciones portuarias no son a priori un aliciente, pero una vez aquí se toma conciencia del desmesurado trabajo que supuso realizar una de las mayores obras de ingeniería que el hombre ha sido capaz de llevar a cabo. Además, el Canal de Panamá es un clásico entre los hitos del mundo que tantas visitas recibe, por lo que encontrarse aquí ya es cumplir uno de muchos sueños.
Al Cerro Ancón vamos un par de veces, ya que se trata de un área verde muy próxima a la capital. En su base está Mi Pueblito, un museo al aire libre que muestra las construcciones típicas panameñas, afroantillanas e indígenas. La vegetación exuberante cubre buena parte de la montaña, y la cima de ésta queda coronada por una gran bandera de Panamá y un mirador desde donde se obtienen buenas vistas de la ciudad.
Para agradables paseos nada como la Causeway o Calzada de Amador, una lengua de tierra extraída del Canal de Panamá por los norteamericanos y que une las islas Flamenco, Perico y Naos. Tiempo atrás fue una base militar estadounidense, pero como el resto que están diseminadas por el país -y que algunas de ellas tuvimos ocasión de observar desde la carretera- ha pasado a uso civil y hoy día es un centro de ocio muy apreciado por los capitalinos.
Por ser lunes, pocos -casi nadie- transitan, corren o patinan por las rectilínias aceras de la Causeway. Las numerosas terrazas han enmudecido tras el prolongado bullicio del reciente fin de semana. El ferry a isla Taboga suponemos que zarpará con contados pasajeros, ya que hoy, además de ser laborable amenaza con aguaceros a raudales, a juzgar por los tétricos nubarrones que vienen formándose desde primera hora de la mañana. Sin embargo, la ausencia de gente y la quietud del mar a ambos lados del itsmo convida al placentero paseo. Algunos veleros se mecen levemente en la pequeña bahía de la isla Flamenco; un mercante acaba de abandonar el famoso canal y en lenta pero constante singladura se dirige hacia mar abierto; a lo lejos, el Puente de las Américas yergue orgulloso su mastodóntica estructura curvilínea de acero; más lejos todavía, los rascacielos de la city permanecen impasibles ante la pegajosa calima que los envuelve. De súbito, las inacabables hileras de palmeras se agitan en claro presagio de que la tormenta ya está aquí, de que hay que buscar cobijo antes de que se presente un nuevo diluvio.
Las ruinas de Panamá Viejo se esparcen sobre la alfombra de césped como el esqueleto de un dinosaurio. Fue grande y próspera la ciudad levantada por los españoles en el siglo XVI, el primer asentamiento estable de la colonia a orillas del Pacífico. La fundación corrió a cargo del cruel Pedrarias Dávila, ubicando dicho enclave en una zona de manglares habitada por pescadores indígenas. Por aquí pasó el oro que se extraía de Perú, cosa no inadvertida por el pirata Henry Morgan, que junto con sus secuaces saquearon e incendiaron la que fue Nuestra Señora de la Asunción de Panamá. Lo que ahora se contempla es un vago recuerdo de lo que llegó a ser, pues si bien el recinto arqueológico es bastante extenso, a penas queda algo que se parezca a un edificio, a excepción de la torre de la catedral y un convento; por lo demás, porciones de muros en pie y bloques de piedras aquí y allá, evidenciando el éxito y el declive del otrora imperio español.

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