jueves, 17 de diciembre de 2009

Copenhague








Tal vez influenciados por los magníficos cuentos de H. C. Andersen hemos venido a Copenhague en la época más fría, justo cuando la ciudad adquiere un encanto especial y muy entrañable con sus callejuelas, plazoletas y parques cubiertos por un espeso manto de nieve. Lo cierto es que la capital danesa, sumida en lo más crudo del invierno nórdico, hace revivir como por arte de magia -más bien gracias a nuestra infantil imaginación- alguna de las obras del célebre escritor, cuya figura de bronce puede verse muy cerca del Ayuntamiento y a la que saludamos nada más llegar a la ciudad.
Y hablando del Ayuntamiento; éste y todo su perímetro es digno de admirar, pues tres estilos arquitectónicos conforman el solemne edificio de la municipalidad, así como una gran fuente de dragones y una altiva columna coronada por un par de vikingos en lo alto engalanan la extensa plaza -ahora un campo de nieve- que es considerada el corazón de la urbe; no en vano aquí hemos asistido a la multitudinaria celebración de las campanadas de fin de año.
Nuestros prolongados paseos suelen comenzar en la peatonal Stroget -según algunos, la más larga del mundo-, colmada de tiendas y siempre concurrida, para desembocar en un escenario genuinamente navideño: la hermosa plaza Kongens Nytorv, rodeada de regios edificios, como el Hotel d´Angleterre, que engalana su exterior con motivo de las fiestas de diciembre. Esta plaza, presidida por la estatua del rey Christian V, queda convertida en pista de hielo e iluminada por miles de bombillitas, como si los que allí patinan hasta el anochecer fuesen expresamente trasladados a un cuento de Andersen.
Muy cerca está Nyhavn, un canal construido hace trescientos años y flanqueado por bellos edificios cuyos bajos cuentan con tabernas y cafés que, con la llegada del buen tiempo y las suaves temperaturas, se llenan de turistas y lugareños mientras las viejas barcazas se mecen en las quietas aguas del canal. El lugar es realmente encantador, y más aún cuando el hielo lo invade todo y el viento gélido del norte insta a largarse cuanto antes. Pero nosotros, amantes de las temperaturas bajo cero, caminamos día tras día Nyhavn arriba y abajo, incluso en la zona portuaria, allí donde el céfiro corre a sus anchas.
Seguro que estas condiciones atmosféricas no son del agrado de la flamante Guardia Real, que con estoicismo castrense custodian el palacio de Amalienborg, residencia oficial de los reyes de Dinamarca desde 1794. Es todo un espectáculo verlos desfilar bajo la intensa nevada mientras realizan el cambio de guardia al mediodía. Los soldados parten del castillo de Rosenborg -de estilo renacentista holandés y obra del rey Christian IV-, para llegar treinta minutos después a Amalienborg.
Radicalmente opuesto a estos ambientes de alta alcurnia es el barrio de Christiania, bastión anárquico y okupa desde los años setenta. Tras épocas convulsas a causa de la egradación y las drogas duras, hoy día puede visitarse sin problemas y pasear entre los tenderetes y los muros que exhiben coloridos graffitis.
Como toda visita a Copenhague que se precie no puede faltar La Sirentita, convertida en efigie de bronce y posada sobre una roca. Su melancólica mirada se pierde en un mar oscuro y frío, tal vez buscando a ese amor que no pudo ser y que tanta desdicha trajo. Andersen la inmortalizó y desde principios del siglo XX atrae a miles de visitantes cada año. Sin lugar a dudas es el símbolo por excelencia de la ciudad.
No falta una buena colección de magníficos museos -como el Calsberg Glypotek-, interesantes iglesias de aguzados campanarios, grandes espacios verdes y el famoso Tívoli, un parque de atracciones que data del siglo XIX.
Antes de finalizar el viaje nos dirigimos a Assistens Kirkegard, el cementerio donde reposan los daneses más ilustres. Y allí, medio cubierta por la nieve, descubrimos la sencilla tumba de Andersen. Es un momento especial pues, como es lógico, sólo le conocemos a través de sus obras y su biografía, pero aún así, sentimos un aprecio por todo lo leído, por su persona, porque su vida no fue fácil y porque desengaños y adversidades le sirvieron para convertirse en maestro de las letras de reconocimiento mundial. Unas velitas han quedado encendidas sobre su lápida como homenaje a quien, de alguna manera, nos ha acompañado durante este viaje.

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