jueves, 17 de diciembre de 2009

Praga









Qué duda cabe que Praga es una de las ciudades más bellas de Europa, quizá la que más, a juzgar por los elogios vertidos de todos aquellos que en alguna ocasión la han visitado. Y son miles -por no decir millones- los turistas que se acercan hasta la capital de la República Checa a lo largo de todo el año, e igual número son los que caen rendidos a sus pies ante tanta delicadeza y coquetería urbana. Cualquier alusión hacia su belleza posee un sólido fundamento y en ningún caso resulta exagerada.
Caudaloso y sereno -cuando los desbordamientos no tienen lugar-, el río Moldava se presta a su contemplación o, mejor aún, a ser paseado por sus kilométricas riberas mientras un horizonte de espigados campanarios y tejados a dos aguas se estira bajo los brumosos cielos del corazón de la vieja Europa.
Un rincón idílico de este paisaje fluvial es la isla de Kampa, bordeado por el arroyo del Diablo y ocupada por espacios verdes y cafés, además de la presencia del famosísimo Puente Carlos. Y para una buena colección de puentes sobre el Moldava, nada como las vistas del barrio Bubenec y aledaños, allí donde se ubica el parque más grande de la ciudad.
Como punto pintoresco y arrebatadoramente precioso -entre muchos otros, claro está- no se puede obviar el fabuloso casco antiguo (Staré Mesto) y su plaza de la ciudad vieja (Staromestské), espacio presidido por la iglesia de Nuestra Señora de Týn, el Reloj Astronómico y el mercadillo de artesanías, donde los amantes del vino caliente templarán su aterida anatomía durante el largo y riguroso invierno (como el que nosotros nos encontramos y que una tempestad de nieve estuvo a punto de abortar el despegue del avión que nos llevaba de vuelta a casa). Además, los alrededores de esta plaza es un entramado de calles adoquinadas que, por un lado, conducen al Puente Carlos y por el otro a Josefov, el barrio judio.
Nové Mesto resulta más moderno, como su nombre indica, aunque igualmente cuidado, con cientos de comercios y restaurantes, el enorme Museo Nacional y un diminuto monumento que recuerda a las víctimas del comunismo. No hay que olvidar la célebre "Primavera de Praga", cuando las tropas del Pacto de Varsovia entraron en la ciudad en 1968 y aniquilaron toda esperanza de libertad. Sin embargo, la opresión fue aún más brutal durante la década de los años cincuenta, y no digamos ya en plena Segunda Guerra Mundial, aunque con un régimen completamente diferente pero igual de tirano.
En Hradcany se halla el castillo antiguo más grande del mundo -según el libro Guinnes-, superando en dimensiones a siete campos de fútbol. También podemos encontrar algunos palacios y conventos. Siguiendo la muralla norte del castillo se ubica el conocido Callejón Dorado, compuesto por una serie de pequeñas viviendas de colores que en su día fue morada de los arqueros de élite de la fortaleza. Este es uno de los escenarios más fotografiados de Praga.
Hay otro bastión importante, concretamente en Vysehrad, en lo alto de un peñasco sobre el Moldava, donde según cuenta la leyenda justamente aquí se fundó la urbe. En la orilla opuesta y algo más al norte toparemos con Malá Strana, ocupado principalmente por la inmensa colina de Petrín, adonde es posible acceder a través de un funicular; luego podemos subir a una estructura de hierro de 62 metros de alto y de clara imitación a la parisina Torre Eyffel.
Para combatir tal exceso de esplendorosos edificios y zonas extraordinariamente bien conservadas, optamos -como muchas otras veces- por alojarnos durante toda una semana en las afueras, en Modrany, por aquello de convivir donde realmente hemos pertenecido desde siempre: un barrio obrero como tantos otros y que no es codicia de objetivos fotográficos. Ello nos brinda la oportunidad de merodear por supermercados del país y diferentes medios de transporte, y conocer de cerca el ajetreo diario de unas gentes que, bien mirado, tanto tienen en común con nosotros.

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