martes, 15 de diciembre de 2009

Desierto de Atacama





"He visitado ruinas incas; he pedaleado un día más por el desierto; me he caído dos veces al río; he acabado lleno de polvo y barro; estoy destrozado y mi aspecto es lamentable... ¡ha sido maravilloso!, escribí en mi diario tras desplomarme exhausto sobre la cama después de una nueva y dura jornada en el desierto más árido del mundo.
A lomos de una bici sin bautizar, teniendo al implacable sol como único compañero y el silencio como fiel escudero, recorrí asombrado y con el alma presa de una emoción desbordante una orografía que se me antojaba de lo más extraño que había visto en mi vida: yerma como ninguna otra tierra; tan estéril que parecía un milagro cualquier signo de vida, y no obstante había oasis donde el hombre se ha asentado desde tiempos inmemoriales. Laberínticos y angostos pasadizos de roca, oquedades y monolitos esculpidos por la paciente erosión, silencio sepulcral tan sólo roto por el crujir de las piedras de sal, una soledad inquietante en una región hostil e inabarcable, y esos salares que resplandecían bajo un sol de justicia...
Nadie osó perturbar esos instantes de éxtasis aventurero, puesto que ni un alma se adentró en el valle de aspecto lunar ni en las quebradas donde la muerte cobra protagonismo. La soledad más aplastante. La nada más absoluta.
Ahora tengo entendido que hay que pagar por acceder al Valle de la Luna -como si se tratase de un parque temático-, pero entonces, diez años atrás, tuve el privilegio de saborear unas jornadas en completa comunión con la Madre Naturaleza, duras y agotadoras, pero a la par enriquecedoras e inolvidables. Bien es cierto que mis labios se tornaron ásperos por la extrema sequedad del ambiente, que mi garganta se resentía porque fueron insuficientes los litros de agua que llevaba conmigo, que mi piel se cuarteaba y enrojecía porque el astro rey castigaba desde su cénit, que terminé cansado hasta la extenuación; pero también es verdad que descubrí lugares con los que soñé mil veces, que exprimí mi vida segundo a segundo en pos de no llegar a ningún sitio en concreto.
Deseaba desvelar los secretos de Atacama, y así lo hice. No fue fácil, ya que tuve que empujar la bici de montaña por bancos de arena, pedalear muchos kilómetros para volver a retroceder, arrastrarme por exiguos desfiladeros en los que a duras penas cabía mi cuerpo y con la incertidumbre de toparme con una serpiente o un alacrán, y esa sensación de perderme que aumentaba a medida que me alejaba más y más de las pistas de tierra... Pero todas esas fabulosas penalidaddes fueron necesarias para conocer a fondo el Valle de la Muerte, el salar de Atacama, el pukará de Quitor, las ruinas de Catarpe, el Valle de la Luna, las estribaciones del Cordón Barros Arana, las gargantas del Diablo, las abandonadas minas de sal y otros puntos imprecisos de hermosura abstracta que conforman este confín de Chile.
Por todo ello, me congratulo al haber pedaleado ante la atenta mirada del volcán Licancabur, a estar a solas en este derroche de belleza natural. Ahora, diez años después de aquel memorable viaje, me viene a la mente las sabias palabras del fotógrafo alemán Kar Lang refiriéndose al desierto de Atacama:
"Aquí reside la soledad"


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