viernes, 18 de diciembre de 2009

Estonia






Una vez dejamos Tallinn, nos adentramos en el más pequeño de los países bálticos a bordo de unos autocares algo desvencijados y donde la falta de aire acondicionado nos hace sudar la gota gorda. El país es eminentemente llano, saturado de campos, bosques y humedales que se alternan en un paisaje monótono salpicado de granjas y diminutas poblaciones donde aún pueden verse numerosas viviendas de madera.
Haapsalu (12.000 hab.) se halla en una estrecha península a orillas del mar Báltico y alrededor de un lago. El casco antiguo es una sucesión de coloridas casas de madera y silenciosas calles que ahora se encuentran patas arriba y polvorientas por estar de obras. Más en ruinas está el interesante Castillo del Obispo. La estación de tren, donde puede verse el Museo del Ferrocarril y una serie de antiguas locomotoras, nos sirve de punto de partida para tomar otro bus y continuar el viaje.
Más al sur desembocamos en Pärnu, ciudad-balneario sembrada de enormes espacios verdes y una concurrida playa. Lo primero que hacemos es echarle un vistazo a la iglesia ortodoxa de Catalina, erigida en 1760 en honor a Catalina la Grande. Luego toca patearnos la urbe hasta que entra hambre y el estómago avisa de que hay que hacer un alto en el camino. Mientras nos zampamos unos sandwichs convenimos en que es una delicia moverse por un país que todavía no ha sido invadido por el turismo de masas; de hecho, a excepción de Tallinn, pocos son con los viajeros que nos hemos cruzado.
Más auténtico resulta el interior de Estonia y la zona fronteriza con Rusia, enigmático escenario donde Julio Verne recreó su obra "un drama en Livonia". Ésta es tierra de frondosos bosques de abedules, pinos y abetos; morada de osos pardos y lobos, y patria de crudos inviernos que no parecen tener fin. A mi mente regresan todas aquellas lecturas que me hicieron soñar de niño.
No muy lejos anda Tartu (100.000 hab.) y su siniestro museo del KGB, situado en unos antiguos cuarteles que pasan desapercibidos. Descender a los sótanos es como bajar al infierno, al menos si tratamos de imaginarnos lo que sucedía en esos fríos calabozos. Una enmohecida sillade torturas así lo demuestra.

No hay comentarios:

Publicar un comentario